21 de marzo de 2021
Primera lectura
Lectura del libro de Jeremías 31, 31-34
«Mirad que llegan días –oráculo del Señor–
en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá
una alianza nueva.
No como la alianza que hice con sus padres,
cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto:
ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor
–oráculo del Señor–.
Sino que así será la alianza que haré con ellos,
después de aquellos días –oráculo del Señor–
Meteré mi ley en su pecho,
la escribiré en sus corazones;
yo seré su Dios,
y ellos serán mi pueblo.
Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo,
el otro a su hermano, diciendo:
“Reconoce al Señor.”
Porque todos me conocerán,
desde el pequeño al grande
–oráculo del Señor–,
cuando perdone sus crímenes
y no recuerde sus pecados.»
Salmo
Sal 50, 3-4. 12-13. 14-15 R. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti. R.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos 5, 7-9
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado.
El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Juan 12, 20-33
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándosela Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
– «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó:
– «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, que a infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este, mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo:
–«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
–«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba morir.
Comentario Bíblico
Iª Lectura: Jeremías (31,31-34): Dios nos renueva
I.1. El texto de Jeremías está inserto en un bloque literario y teológico que se ha llamado el «libro de la consolación» (Jr 30-33); y concretamente el de nuestra lectura litúrgica es una de las afirmaciones más rotundas del AT sobre la necesidad de una alianza nueva. Jeremías fue un profeta que le tocó vivir la situación más dramática de su pueblo (los babilonios estaban a las puertas de Jerusalén para destruirla) y al que la vocación de ser profeta no le vino precisamente como anillo al dedo, sino que fue lo más contrario a su alma («no quería arrancar para plantar»). La lectura del profeta Jeremías, en estos términos, se muestra como si solamente se hubiera empeñado en «arrancar», pero no en «plantar». No obstante, este libro de la consolación es una llamada a la esperanza y nuestro texto el cenit teológico de esa esperanza contra toda esperanza. El texto de hoy viene a continuación de una llamada a la responsabilidad personal (Jr 31,29-30) para poner de manifiesto que aunque cambien las cosas Dios mantendrá su promesa de salvación.
I.2. Por tanto, Dios, a pesar de todo, no se echa atrás, sino que está dispuesto a poner la Alianza en el corazón de cada uno de nosotros; es una forma de comprometerse más profundamente en su proyecto de salvación. Es una llamada a la responsabilidad más personal, pero sin descartar el sentido comunitario de todo ello, porque todos los que sientan esa Alianza en su corazón, se sentirán del pueblo, de la comunidad del Dios vivo y verdadero. El problema de una alianza nueva podría parecer un atentado al “dogma” de la Alianza del Sinaí, donde Israel encontró su identidad. Pero ya se sabe que los dogmas los usan los poderosos para ocupar el lugar de Dios y para cosas peores. Al pueblo sencillo lo pueden engañar, pero a un profeta no, porque siempre está alerta a la voz de Dios. Por eso el profeta, con este mensaje, no solamente le concede a Dios toda su autonomía y libertad, sino que con ello defiende al pueblo para que también se sienta libre. La ley del corazón quiere decir que es una “ley humana” lo que Dios pide, humana y a la par con nuestras debilidades.
I.3. El profeta describe esta nueva situación como algo que antes ha echado muy en falta, un nuevo “conocimiento de Dios” (cf Jr 2,8; 4,22; 9,2), por tanto la nueva Alianza no estará en ritos y ceremonias o sacrificios nuevos, sino en una “experiencia” nueva de Dios: más humana, más entrañable y misericordiosa que se sienta en el corazón y que se exprese en la praxis de la justicia y la fraternidad con los que han sido ignorados. Poner en el corazón “leb” (en hebreo), tiene mucha entraña y radicalidad en los profetas; es lo que el cerebro para la antropología actual, porque todo se mueve desde ahí. Pero es más que el cerebro: tener corazón o no tenerlo, todos sabemos lo que significa al nivel más popular; a nivel bíblico es como tener espíritu, alma o no tenerla. La ley, sin alma, esclaviza; con alma libera. El profeta está hablando, pues, de una Alianza que estará plasmada en la experiencia más profunda y humana de Dios en cada uno de los suyos.
IIª Lectura: Hebreos (5,7-9): Cristo, sacerdote solidario de la humanidad
II.1. Nuestra lectura forma parte de una sección que, comenzando en Heb 4,15, nos muestra a Jesucristo como Sumo Sacerdote. Esta carta tan peculiar del Nuevo Testamento, que no es de San Pablo, aunque durante mucho tiempo se la atribuyó la tradición, nos ofrece en este caso una teología del papel de Jesucristo. El sacerdocio de Jesús, no obstante, tiene la innovación de no heredarse (como el de Melquisedec), sino que es nuevo, recién estrenado, capaz de conseguir gracia y salvación, para lo que el sacerdocio hereditario y ritual no era válido. Es el sacerdocio del Hijo de Dios, pero que habiéndose hecho uno de nosotros, padeciendo, llorando, comprendiendo nuestras miserias, siendo absoluta y radicalmente humano, en contacto con nuestra debilidad, nos introduce en el misterio misericordioso y amoroso de Dios.
II.2. La figura del Melquisedec, pues, escogida como modelo para el sacerdocio de Cristo sirve para poner de manifiesto que Cristo es un sacerdote original: no se hereda, no se aprende el oficio y no se cansa de atender a los que lo necesitan. El autor construye una cristología del sacerdocio de Cristo con citas de los Salmos 2,7 y 110,4. No es alguien que busque lo propio, que se glorifique personalmente: está para los demás. Y lo más humano de todo: aprender a sufrir, como sufren los hombres. Es esto lo que lo hace digno de fe. La Pasión, de la cual está hablando, se entiende como una prueba de solidaridad con la humanidad. Así, pues, nuestro autor evoca la existencia humana de Jesús y nos da a comprender que esa existencia la pone al mismo nivel que los demás hombres, frágiles y abocados a la muerte. De ahí que se diga que aprendió a “obedecer” o la “obediencia”. Yo creo que quiere decir que aceptó, siendo perfecto moralmente, que debía ser sufriente, porque todos los hombres lo somos.
III.ª Evangelio (Juan 12,20-33): La hora de la verdad es la hora de la muerte y ésta, de la gloria
III.1. El texto de Juan nos ofrece hoy una escena muy significativa que debemos entender en el contexto de toda la «teología de la hora» de este evangelista. La suerte de Jesús está echada, en cuanto los judíos, sus dirigentes, ya han decidido que debe morir. La resurrección de Lázaro (Jn 11), con lo que ello significa de dar vida, ha sido determinante al respecto. Los judíos, para Juan, dan muerte. Pero el Jesús del evangelio de Juan no se deja dar muerte de cualquier manera; no le roban la vida, sino que la quiere entregar El con todas sus consecuencias. Por ello se nos habla de que habían subido a la fiesta de Pascua unos griegos, es decir, unos paganos simpatizantes del judaísmo, “temerosos de Dios”, como se les llamaba, que han oído hablar de Jesús y quieren conocerle, como le comunican a Felipe y a Andrés. Es entonces cuando Jesús, el Jesús de san Juan, se decide definitivamente a llegar hasta las últimas consecuencias de su compromiso. El judaísmo, su mundo, su religión, su cerrazón a abrirse a una nueva Alianza había agotado toda posibilidad. Una serie de “dichos”: sobre el grano de trigo que muere y da fruto (v.24); sobre el amar y perder la vida (v. 25) (como en Mc 8,35; Mt 10,39; 16,25; Lc 9,24; 17,33) y sobre destino de los servidores junto con el del Maestro, abren el camino de una “revelación” sobre el momento y la hora de Jesús.
III.2. Efectivamente las palabras que podemos leer sobre una experiencia extraordinaria de Jesús, una experiencia dialéctica, como en la Transfiguración y, en cierta manera, como la experiencia de Getsemaní (Mc 14,32-42; Mt 26,36-46; Lc 22,39-46) son el centro de este texto joánico, que tiene como testigos no solamente a los discípulos que eran judíos, sino a esos griegos que llegaron a la fiesta e incluso la multitud que escuchó algo extraordinario. Muchos comentaristas han visto aquí, adelantado, el Getsemaní de Juan que no está narrado en el momento de la Pasión. En eso caso puede ser considerado como la preparación para la “hora” que en Juan es la hora de la muerte y esta, a su vez, la hora de la gloria. El evangelista, después de la opinión de Caifás tras la resurrección de Lázaro de que uno debía morir por el pueblo (Jn 11,50s), está preparando todo para este momento que se acerca. Ya está decidida la muerte, pero esa muerte no llega como ellos creen que debe llegar, sino con la libertad soberana que Jesús quiere asumir en ese momento.
III.3. Por tanto, era como si se Él esperara un momento como este para ir a la muerte: ha llegado la hora que se ha venido preparando desde el comienzo del evangelio, es la hora de la verdad, de la pasión-glorificación. Y Jesús, con una conciencia absoluta de su misión, nos habla del grano de trigo, que si no cae en tierra y muere, no puede dar fruto. La vida verdadera solamente se consigue muriendo, dándola a los demás. Es verdad que esta decisión, hablando desde la psicología de Jesús, no se toma olímpicamente o con desprecio; le cuesta entregarse a la muerte en aquellas condiciones. Por eso recibe el consuelo de lo alto para ir hasta el final, y antes de que le secuestren su vida, la entrega como el grano de trigo. El ama su vida entregándola a los demás, poniéndola en las manos de Dios y de los hombres. Todo parece demasiado extraordinario; en Juan no puede ser de otra manera, pero también es muy humano. Jesús no tiene miedo a la hora de la verdad, porque confía plenamente en el Padre, y advierte que los suyos tenga también esta misma disposición.
III.4. Los vv. 31-33 nos describen, con un lenguaje apocalíptico, la victoria sobre la muerte en la cruz. Esta es una teología muy propia de Juan que no ha visto en la cruz fracaso alguno de Jesús; al contrario, es desde la cruz desde donde “atraerá” al mundo entero (cf Jn 3,14-15; 8,28). Y ello no porque Juan pensara que Jesús resucitaba en la cruz, en el mismo momento de la muerte, como actualmente se está defendiendo, razonablemente, en muchos escritos teológicos. Sino porque la muerte de Jesús le confiere un poderío inconmensurable. La muerte no se la imponen, no es la consecuencia de un juicio injusto o inhumano, sino porque es el mismo Jesús quien la “busca” como el grano de trigo que necesita morir para “tener vida” y porque provoca el juicio sobre el mundo, sobre la falsedad del poder y la mentira del mundo. La hora de Jesús es la hora de la cruz, porque es la hora de la verdad de Dios. Y entonces, la mentira del mundo quedará al descubierto. Pero Jesús “atraerá” a todos los hombres hacia El, hacía su hora, hacia su verdad, hacia su vida nueva.
Reflexión
EL ATRACTIVO DE JESÚS
Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien.
A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria.
Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.
El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.
Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida.
No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida? (Pagola)