Cuando estaba en Mondolkiri, en cierta ocasión luego de celebrar un funeral y regresar de esa parte de selva semi-virgen donde Los Punong entierran a sus seres queridos, les dije que yo prefería la cremación como acostumbran los Khmers. Y le dije a Pu Tre, jefe de la comunidad: “Si yo me muero mientras esté sirviendo aquí en Mondolkiri, no quiero que me entierren aquí. Usted lleva mi cadáver de regreso a Kratie para la cremación y dejan allá las cenizas”. Me dijo: “¡No! usted dice que está aquí con nosotros porque nos quiere y nos dice que somos su familia, su “papá, su mamá, sus hermanas/os, sus hijas/os, nietas/os, entonces como dice que quiere que lo llevemos a otro lugar? Si usted muere aquí y nosotros somos su familia, aquí será enterrado y estará por siempre con nosotros”.
Para mí ese día fue uno de los días más felices como misionero en Mondolkiri, como quiera, que me sentí totalmente aceptado en la vida y en la comunidad. Lo relacioné mucho con la vida de quien fuera por algunos años mi compañero de seminario y de estudios el padre William Díaz mxy, bendecido con un amor tan grande por su misión y por el pueblo que sirvió y donde ofrendó su vida que allá continua en solidaridad y cercanía espiritual, esperando el día de la resurrección de los muertos. ¿No es acaso esa nuestra esperanza?
Pensé que a mí (y tal vez a algunos de ustedes) me había hecho mucha falta durante mis primeros años de vida misionera, orar más, reflexionar más, sobre el misterio de entregar nuestra vida en la misión. Muchos misioneros son ejemplares en su entrega generosa al pueblo que sirven, que los acepta como hijos. Unos sirven con muchos años de trabajo y sacrificio como Toño Ruiz mxy, otros con una vida más corta como Gerardo Valencia mxy. Pero el amor por la gente y la entrega generosa no se cuenta por el número de años. Alguien puede hacer más en seis meses o seis años que otro en veinte.
Yo pienso que el hecho de llevar el cadáver de Mons. Gerardo Valencia, desde Antioquia el lugar donde nació, hasta su pueblo Buenaventura, y enterrarlo allá es un detalle hermosamente conmovedor y edificante, para nuestra vida misionera y nuestra vida de Instituto, del cual debemos aprender más.
¿Cuál es la razón fundamental para que en caso de morir en la misión, la persona sea enterrada allí, con su gente, como prueba de solidaridad, amor y entrega total? Obviamente no es económica. Ninguna comunidad en el mundo va a desaparecer, o sufrir una pérdida económica sustancial por invertir cierta cantidad de dinero en la repatriación de los restos mortales de uno de sus miembros.
Bien sabemos que esa no es la razón. Bien claro lo tenemos en nuestra mente y en nuestro corazón, pero, ¿lo oramos en comunidad? Poco lo reflexionamos durante los años de formación, poco lo compartimos con las familias misioneras. Tal vez aún nos asusta mucho hablar de la muerte, aún es un tema inapropiado en muchas conversaciones familiares, aún es tema de mal gusto, o de mal augurio.
Tal vez por eso es que el verso del Evangelio de este domingo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto”, es un verso muy bonito desde el punto de vista poético! Tan bonito que suena! O tal vez desde una interpretación literal, como quiera que aun no teniendo mucha experiencia en agricultura, sabemos que es verdad.
Pero qué feo suena eso cuando nos dicen: “Usted es ese grano de trigo. Usted es el que tiene que morir para dar frutos!” O aún más duro: “La persona que amas… tu hija/o tu Mamá/Papá, hermana/o es ese grano de trigo que debe morir!” Ahí es cuando el Evangelio nos duele y se vuelve “molesto”… como diría Alessandro Pronzato.
Juan Solórzano M. mxy
Misionero en Canadá
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