“Voy a seguir creyendo, aun cuando la gente pierda la esperanza
Voy a seguir dando amor, aunque otros siembren odio.
Voy a seguir construyendo aun cuando otros destruyan.
Voy a seguir hablando de paz, aun en medio de la guerra.
Voy a seguir iluminando, aun en medio de la oscuridad.
Y seguiré sembrando, aunque otros pisen la cosecha.
Y seguiré gritando, aun cuando otros callen.
Y dibujaré sonrisas en rostros con lágrimas.
Y transmitiré alivio, cuando vea dolor.
Y regalaré motivos de alegría, donde solo haya tristezas.
Invitaré a caminar al que decidió quedarse
y levantaré los brazos a los que se han rendido.
Porque en medio de la desolación,
habrá un niño que nos mirará esperanzado, esperando algo de nosotros.
Y aun en medio de la tormenta, por algún lado saldrá el sol.
Y en medio del desierto crecerá una planta.
Siempre habrá un pájaro que nos cante,
un niño que nos sonría y una mariposa que nos brinde su belleza”
Esto lo dijo Gandhi. El no conoció a Monseñor, pero yo sí.
La imagen que guardo de Monseñor es la de un obispo de ascendencia campesina con la más grande dosis de sentido común: inteligente, estudioso, amigo de los libros, piadoso, competente, de muy buen trato, afable, solidario, muy buen gestor, emprendedor, organizado, puntual y con muy buen sentido del humor. Delegaba responsabilidades con acompañamiento oportuno, apoyaba las buenas iniciativas; generoso con capacidad de servicio y capacidad de trabajo; austero y rezandero. Gran sacerdote, excelente misionero. Creador de condiciones para el bienestar de sus sacerdotes y de la gente. Disciplinado. Amaba entrañablemente a los indígenas, quería sinceramente a los campesinos y ambos lo llamaban y lo trataban de “Moncho”. Un misionero javeriano que asumió con la mayor responsabilidad, con toda la generosidad de sus capacidades y con un celo apostólico indiscutible el obispado que le encomendó su Iglesia. Pragmático. Una de sus obsesiones era cómo ponerle más sentido común a la formación en la educación y contagiárselo a los gobernantes para hacer abortar tantos egos, tantos intereses personales y tantas vanidades que retrasan el surgimiento y el crecimiento de las comunidades. Ese mismo pragmatismo lo hacía conciliador, intérprete de posiciones legalistas rígidas y dogmáticas de la Iglesia, sin traicionarla.
El trabajo en la educación y en pastoral social con la vieja educación misional contratada de Vaupés, Guainía y Guaviare estuvo siempre bajo la dirección de, tal vez, el mejor administrador de los obispos colombianos y un misionero cabal desde el punto de vista humano y sacerdotal. Estos territorios ariscos como sus mismos pobladores, llenos de limitaciones, poblados por indígenas “aculturizados”, “domesticados” y “explotados”, cuando convenía, y siempre abandonados a su propia suerte; territorios apenas nacientes a la vida institucional de la nación; territorios cuna de las abominables caucherías, de bonanzas, de cultivos cocaleros ilícitos y refugio de una clase política codiciosa y maliciosa, ignorante, inescrupulosa y calculadora piden a gritos liderazgo y administración de alguna parte. A primera vista eso era monseñor Belarmino: un líder y un administrador y encima, un trochero bravo y carismático, y un querendón de la gente. Solidario de tiempo completo con la suerte de indígenas y campesinos colonizadores. Conocedor como el que más del alma indígena y del alma campesina. Venido de las entrañas de las montañas antioqueñas, de Briceño, aprendió a caminar, entre ganados de ordeño y faenas campesinas que vivió en la hacienda Zulaibar de la familia Ospina, y que de Obispo implementó: o bien para mejorar la dieta del indígena o para bregarle a la sustitución de los cultivos de coca, entre los colonos y campesinos del Guaviare.
La escuelita rural de La Piedra, cerca de los Llanos de Cuivá, en Antioquia, le abrió las puertas de la lectura, la escritura y el cálculo; cosas que le hicieron fácil su inteligencia, la dedicación de su maestra y su propia superación personal. La única opción de continuar estudios, después de la elemental, era el Seminario de Misiones de Yarumal, recién fundado por Monseñor Miguel Angel Builes. El jornal de don Manuel, su padre, no alcanzaba para pensar en alternativas diferentes de estudio. Brillante fue su paso por el Seminario y allí fue armando una vocación sacerdotal y misionera que concluyó con su ordenación sacerdotal el jueves 15 de agosto de 1.957. Había nacido el 14 de Julio del año treinta.
Todavía tenía los óleos frescos en las manos cuando lo mandaron a las misiones del Vaupés. Eso fue amor a primera vista. Cuando apenas se estaba aclimatando en el Internado María Reina de Mitú, los superiores deciden que vaya a Roma a estudiar los Libros Santos. Y a Roma llegó, después de zarpar con Monseñor Builes, desde Cartagena, con escala en Caracas, en una travesía, por el Atlántico, hasta Nápoles en Italia; travesía que duró un mes, larguísimo, cuenta él mismo. Viaje que puso a prueba no solo su vocación sino su misma salud, ya que le tocó cederle su camarote al Señor Builes y recibir otro junto al cuarto de máquinas del barco con ruidos torturadores de día y de noche. . . y sin poder disfrutar de las fiestas que hacía el común de la gente en el trasatlántico, en esas largas noches de agua y cielo. En el Seminario le habían hecho largas meditaciones para hacerle entender que el mundo, el demonio y la carne serían siempre sus tres enemigos.
Lo primero que le puso a prueba el viejo continente fue su capacidad de adaptación, y por lo que el mismo cuenta y lo que atestiguan sus compañeros, fue prueba superada con facilidad. Su don de gentes, su vena humorística, su sencillez campesina, su preparación humanística, su curiosidad, su disciplina personal y sus deseos de superación, su fidelidad al sacerdocio, su realismo y unas monjitas paisanas que atendían la casa de los misioneros estudiantes… fueron ingredientes que lo acomodaron favorablemente en el ambiente universitario y europeo.
“En Roma no aprendí mucha Biblia, pero adquirí métodos eficaces para estudiarla, amarla y entregarla. Sentí que en Roma los años, como los tiempos de Dios, no pasan. . . Sentí que mi fe se afianzó, con la cercanía de Pedro y la sangre de los mártires” . . . escribió, después.
En el año 63, terminados sus estudios bíblicos, Summa cum Laude, o sea: sobresaliente, con máximo rendimiento; regresó al Seminario como Profesor de Francés, Griego, Hebreo, y por supuesto, Sagrada Escritura; y le encimaron el cargo de Prefecto de Disciplina. Le entregó el alma a la formación y a la docencia de los seminaristas. A los cuatro años, cuando estaba encantado con sus quehaceres, le entregaron ciento ochenta y siete mil kilómetros cuadrados de selva del Gran Vaupés para que los pastoreara como Prefecto Apostólico y coordinara la educación, en esas inmensidades: de Mitú hasta Inírida, desde San José del Guaviare hasta San Felipe, en el Guainía, a las orillas del Rio Negro; de Calamar hasta Pacoa, en el Apaporis. Muchas veces lo vieron surcar sus aguas El Apaporis, El Guaviare, El Inírida, El Atabapo, El Guainía, El Rio Negro, El Isana, El Cuduyarí y El Querarí, El Cananarí, El Papurí, El Paca, El Tiquié y el Pirá Paraná, El Papunawa, El Bacatí y El Arara. Era un Ocho de diciembre de 1.967. . .
Y empezó a engrandecer al indígena, abriéndole las puertas de su propia autodeterminación, mediante unos equipos de trabajo laboriosos, integrados por misioneros, profesores y seglares, con los que formó evangelizadores nativos, profesores indígenas, promotores de las comunidades, organizaciones indígenas y el boletín Vaupés al Día, órgano informativo y formativo. Terminó con la explotación cauchera de los indígenas, que ya habían dejado herida de muerte monseñor Valencia y monseñor Heriberto Correa. El oprobioso “endeude”, murió para siempre. En su corazón ardían las ansias de llenar la selva con el espíritu del Evangelio; por eso repartió el pan de la palabra y compartió el pan material, creando en las comunidades lo que él llamó “centros de prestación de servicios”: capilla, escuela, catequistas, instructores del Sena, enfermero, radioteléfono, motor fuera de borda, almacén comunal y pequeñas
ganaderías.
“El alma y la vida de los indígenas del Gran Vaupés, con quienes compartí los mejores días de mi existencia, marcaron definitivamente la mía. De ellos aprendí a ser peregrino, a llevar sobre mis espaldas, solo lo que me permitiera caminar; a no dudar de la Providencia de Dios; a andar sin máscaras en la cara y a permitirle al sol que besara mi rostro desnudo y al buen Dios que inflamara mi alma de amor, de luz y de libertad”
Ventidos años después, el 8 de abril de 1.989 comienza otra tarea. La Santa Sede creó el Vicariato Apostólico del Guaviare y fue consagrado como su primer obispo. Le cambiaron los indígenas por los colonos, la selva por la sabana, los ríos y los caños por las trochas. Guaviare vivía un ambiente enrarecido por el narcotráfico de guerrilleros y paramilitares, la corrupción que siempre estuvo y la violencia atroz que todo eso conllevaba. . . ¿Cómo hacer escuchar el mensaje de salvación en ese entorno? . . . y pensaba en sus sacerdotes y rezaba: “Padre! Ellos están en el mundo, pero no son del mundo”, líbralos del mal. . . Rápido aprendió a conocer las alegrías y las penas de los guaviarenses, y puso su fe en ese pueblo, que todos los días bendecía con la convicción de que “la solución a nuestros problemas somos nosotros mismos, animados, inspirados y guiados por el Espíritu de Dios” . . . y quería hacer cosas por ellos; y como había hecho en la Prefectura, para buscar financiación; volvió a echar las redes y vinieron Misereor, Adveniat, Populorum Progressio, y nacieron: el Centro de Pastoral (CENPAGUA), centros de culto, con sus capillas, por las veredas, la pastoral social, el Fondo Rotatorio para que las familias pobres mejoraran sus viviendas y le dieran estudio a sus hijos y el emblemático Fondo Ganadero Familiar, como alternativa para la sustitución de cultivos ilícitos. Todo enmarcado en un plan de pastoral “DEMONOS LA MANO”, que evaluaba permanentemente con sus sacerdotes y todos los agentes de pastoral; para ser realistas, para no ser pesimistas, para no mirar la paja en el ojo ajeno, para advertir las propias limitaciones, para comprometerse con la solución de los problemas como servidores de la comunidad, para marcar caminos de salvación, de la mano del Señor Jesús. . . Por todo esto, Juan Pablo II elevó el Vicariato a Diócesis en el año dos mil. Monseñor iba llegando a setenta años, pero sus bríos emprendedores estaban intactos y ya contaba con un buen número de Sacerdotes generosos, Hermanas Misioneras, Diáconos y Catequistas que hacían presencia en todos los rincones de un Guaviare que iba llegando a su mayoría de edad pero que lo acosaba la violencia de día y de noche. . .
Y le empezó a doler el alma. . . El 2004 había sido duro para él, como otros; lo acosaban los guerrilleros, lo acosaban los paracos, le amenazaban y desterraban a sus sacerdotes; “les mataban la esperanza a los pobres” . . . Una masacre allí, otra más allá; le traían a los viejos amigos campesinos para que los enterrara, o iba el mismo por ellos, para darle alivio a los familiares. Lo extorsionaban. La guerrilla de Gentil Duarte le robó casi todo el plante del Fondo Ganadero Familiar, más de trecientas vacas. Los campesinos le contagiaban el miedo: ¡ayúdenos, Monseñor! Se llevaron a mi hijo, se llevaron a mi niña. . . En noviembre cayó en depresión: . . . “fue una muerte en vida”, contaba. . . y terminó en un pre infarto y una intervención de corazón abierto. . . Cuando llegó a los 75 presentó su renuncia, de acuerdo a los cánones de la Santa Sede y meditando el Salmo 89: “Setenta son los años que vivimos; los más fuertes llegan hasta ochenta”, pero con mucho reumatismo, agregó por su cuenta y en el 2006, rezó: “Señor! Lo que teníamos qué hacer, eso hicimos”.
Comentado [JSL1]:
Jubilado, ya, un reportero le preguntó ¿cuál había sido su gran obra como Obispo en el Guaviare? . . . “Mi gran obra ha sido la de estar ahí, muy cerca del corazón de la gente para escucharla sin afanes, sin miedos y compartir sus angustias, sin instrumentarlos y sin contraprestaciones. . . Viviendo y compartiendo la suerte de un pueblo acorralado por el suplicio voluntario y demoledor del narcotráfico”
Héctor Moreno Reyes, Director de DAINCO (Departamento administrativo de intendencias y comisarías), en el gobierno del Presidente Belisario Betancur, en su libro “Tiempo y distancia”, plasma una semblanza de este misionero grande con quien se relacionó muchas veces por las tareas que hacían en los viejos “Territorios Nacionales” . . .
“Belarmino Correa, qué duda cabe, es todo un carácter: vivaz, sereno, informal y dicharachero. Conocía como nadie el vasto territorio de su Prefectura cuyas gentes sabían de su franqueza inequívoca y a veces ruda, de sus dotes de administrador habilísimo –que le permitían multiplicar milagrosamente panes, pesos y peces en favor de su menesterosa feligresía-, de su recto pensar y obrar tanto en las cosas de este mundo como en los asuntos del otro y por eso acataban ciegamente su autoridad, rodeándolo de un cariño confiado y fraterno. En su eficaz magisterio, la educación oficial siempre tuvo un mortificante hito referencial, que explica por qué la educación contratada con la Prefectura Apostólica fue tenazmente combatida por la burocracia de aquellas regiones…”
Siempre lo conocí como misionero, como testigo y propagador natural de su Fe y de sus esperanzas; pastor generoso, servidor sin límites y sin mezquindades. Siempre lo conocí como un trabajador incansable, estudioso y orante; meticuloso y disciplinado en la organización del tiempo personal y obstinado con la puntualidad. Su don de gentes, su capacidad de adaptación y su fresca personalidad, le permitieron cambiar muchas veces la mitra por el sombrero y la sotana por el poncho. Fue un obispo de mensaje cálido y comprensible. La coherencia de su vida y de sus actos lo hicieron siempre buen consejero y mejor amigo.
La luz que lo vio nacer el 14 de Julio de 1.930, en Briceño, un pueblo colgado en las montañas antioqueñas, se apagó en Villavicencio el viernes 20 de marzo de 2.020.
John Sierra
Un laico quien trabajó muchos años en el Vaupés
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