Quiero proponerles una reflexión sobre el sacerdocio de Cristo. Estoy convencido de que el contexto social y eclesial nos exige una reflexión honda sobre este tema; en este intento, quiero recibir la palabra de muchas mujeres que reflexionan desde perspectivas distintas a las habituales y nos hacen notar que entender el sacerdocio de un modo esencialmente masculino y excluyente de lo femenino y concebir a Cristo no como humano sino meramente como varón, el título de sumo sacerdote queda mutilado y el sacerdocio pierde posibilidades de ofrecer salvación. La teología feminista nos está retando a pasar de una concepción veterotestamentaria del sacerdocio de Cristo a una concepción realmente cristiana, tal como se intentó formular en la Carta a los hebreos.
Una anécdota de lo cotidiano como introducción
Un amigo que había perdido su confianza en la Iglesia y en la religión se enfermó gravemente y quise visitarlo en su casa. Su mamá, muy religiosa, se alegró de que un “sacerdote” hubiera llegado en esas circunstancias y de inmediato me condujo a la habitación del enfermo. Allá me estuve toda la tarde, mi amigo comenzó a recordar viejos tiempos y quiso volver a muchas de las historias que vivimos de jóvenes mientras éramos compañeros de estudios; pasamos unas horas muy buenas y él se veía muy reconfortado con mi presencia y muy animado y con más esperanza y ganas de vivir. Su mamá, lo notaba yo sin darle mucha importancia, venía de tanto en tanto a vernos e interrumpía la amena conversación cómo queriendo saber qué pasaba en esa visita. Al final, me despedí de mi amigo y él me agradeció mucho, me expresó lo feliz que se sintió de la visita y el deseo de que volviera pronto; yo también estaba feliz. Ya cuando me despedía en la puerta, la señora me manifestó que, al final, se quedaba muy desilusionada de mí, según ella yo habría tenido que cuestionar a mi amigo su lejanía de Dios y de los sacramentos e insistirle que aprovechara mi presencia para que volviera a la Iglesia, se confesara, recibiera la unción y la comunión; la devota señora concluyó diciendo: – yo hubiera querido que viniera como sacerdote, pero usted vino sólo como amigo… si al menos le hubiera echado agua bendita, pero nada de eso, ahí hablando y riéndose todo el tiempo y nada de nada. Al salir de esa casa me convencí de que la amistad, la cercanía, la ternura, el compartir y no los ritos y los sermones son el sacerdocio de Cristo y no hay otra forma de participar de él sino desde nuestra humanidad.
La novedad del sacerdocio de Cristo
Fue muy difícil para los primeros cristianos, que conocían y sufrían a los sacerdotes del templo de Jerusalén, llamar a Cristo sacerdote. Es que Cristo se hizo carne en Jesús y en él no se veían los rasgos del antiguo sacerdocio: no se separaba de la gente y no se recluía en espacios sagrados, no vestía con distintivos ni marcaba diferencias con nadie, no tenía mucha cuenta de las purificaciones y otros ritualismos y hasta quebraba preceptos tan sagrados como el del sábado, no iba recordándole a la gente las reglas de la moral y cómo tenían que comportase, no sacrificaba animales y no andaba en ceremonias y sí en la vida diaria, se relacionaba y hasta se dejaba tocar de las mujeres y aún de las samaritanas y extranjeras; además, comía y bebía con gente no muy religiosa y sí de muy mala fama: para nada era pues sacerdote según lo establecido en la religión.
Aun así, los cristianos fueron también comprendiendo que lo que los viejos sacerdotes querían sin lograr era lo que Jesús alcanzaba con su simple humanidad, y humanidad sin añadidos sacros: su cercanía, ternura, amistad, compasión, preocupación, bondad daban acceso al misterio de Dios y alcanzaban salvación; así fueron intuyendo que Jesús era realmente sacerdote, porque unía a Dios y salvaba, y que en él se cumplían los propósitos no logrados hasta ahora por los funcionarios del templo; las casas y las calles se volvieron lugar de la presencia de Dios, lo que lo distinguía como sacerdote era el don de sí mismo y no el sacrificio de animales, la cotidianidad y no las ceremonias eran ya la ocasión para el encuentro con la divinidad, ser para los demás en la misericordia era la forma de dar gloria a Dios. Y es así como la carta a los hebreos, después de un largo proceso, llegó a concluir que Cristo sí era sacerdote, y más todavía, el único sacerdote y esto porque se había hecho humano en Jesús; hacerse humano en Jesús le posibilitó a Cristo ser sacerdote de verdad y cumplir el deseo de toda la historia del pueblo de estar unidos a Dios y de tener salvación. A propósito de esto, Jon Sobrino nos recuerda que lo que es sacerdotal en Cristo es su humanidad y que “lo que permite el acceso a Dios es la cercanía con lo humano”.
Sí, y también lo siguieron reflexionando los cristianos, la carne de Jesús, la que Cristo tomó para ser sacerdote, es la carne de María y la de todos, y al tener esa carne y hacerla donación, tanto mujeres como varones, participamos de ese sacerdocio. El sacerdote Cristo quiere seguir encontrando la humanidad de todos y todas para seguir ejerciendo su ministerio. Toda mujer y todo varón si son realmente humanos, esto es si se donan en el amor, son sacerdocio de Cristo y Cristo continúa en ellos y ellas lo que empezó en Jesús.
Llamado de atención de la teología feminista
Desafortunadamente, la belleza del sacerdocio de Cristo y su alcance se fue reduciendo desde muy temprano en la historia de la Iglesia y llegó a ser mutilado y a perder su posibilidad; en este punto se produjo una involución, se dejó de leer la carta a los hebreos y se volvió a las prescripciones del Antiguo Testamento: la humanidad de Cristo en los que se donan por amor, en Jesús y en todos los que viven como él, no fue más el sacerdocio y cosas como los ritos, las separaciones, las vestiduras, los sacrificios, las distinciones, los sermones de “moralina”, y muchos más añadidos, pretendieron de nuevo dar acceso a Dios y ofrecer salvación.
Cuando las mujeres hablan de su sacerdocio se piensa a menudo que están reclamando poder y cuesta caer en la cuenta de que lo que quieren es vivir su propio ser, su humanidad en la que Cristo quiere seguir donándose, haciendo a Dios presente y ofreciendo salvación. El sacerdocio, que no es prerrogativa de ningún sexo, que es llanamente Cristo en nuestra carne, no es un reclamo de poder de nadie, es siempre expresión de lo que somos y lo que nos hace hombres y mujeres, humanidad donada. Y la experiencia nos dice que esta humanidad donada se realiza de modo especial en la mujer, que concibe vida, que la gesta, que la lucha, que la acompaña, que no la deja morir.
Cuando el sacerdocio volvió al templo y se volvió otra vez cosa de varones, quedó bien herido, se salió del ámbito en que lo ejerció el sumo sacerdote Jesús, la vida, y regresó a su refugio Sancta Sanctorum donde sólo podían acceder el Dios varón y sus escogidos ministros varones. La religión cristiana con sus instituciones se volvió ideología de patriarcado y de nuevo, como antes de Jesús, ostentó sin pudor lo que la cultura se había figurado que convenía a lo varonil: la fuerza para imponer doctrinas y costumbres, la racionalidad fría para definir verdades y dogmas, la rigidez para mirar y acoger al otro en su diferencia, la violencia para obligar a todos a rendirse, lo público para afirmarse sobre los otros y competir. Y no sólo sufrió la religión, que se volvió opresiva y aliada de la opresión, sino que Dios mismo, identificado sólo con lo masculino, se desfiguró en el que se impone a la fuerza, se alía con los dominantes, lanza al castigo a los que se le oponen, carece de ternura y sentimiento, se hace presente en el templo y deja los espacios familiares de casa y de calle.
La teología feminista, al reconocer el sacerdocio de la mujer propone alternativas que necesitamos para que esta religión cultual, de ritos, reglas, rezos y dogmas, vuelva a ser evangelio y espiritualidad liberadora. Se trata de entender el sacerdocio de Cristo desde la humanidad de Jesús y la de todos los que con él donan su propia vida y especialmente la mujer que es fuente de vida: el sacerdocio tiene en ellas la oportunidad de salir definitivamente del templo, como lo quiso Jesús, y hacer la experiencia de Dios, como dice Ana María Tepedino, desde el propio cuerpo, en lo cotidiano, en la relación. Esta propuesta de las mujeres es sencillamente la revolución del mismo Jesús, que siendo varón, no entendió el sacerdocio desde el patriarcado sino desde su humanidad, y así en vez de fuerza puso la ternura, más que racionalidad para hablar de Dios lo tocó en la carne de los pobres, más que rigidez dio a todos la bienvenida más allá de las buenas costumbres y de dogmas bien definidos, en vez de imponer su potencia se anonadó a sí mismo, no quiso dominar a nadie ni competir en lo público y se dispuso a servir a los otros sin que “la mano derecha supiera lo que había hecho la izquierda”. Lo que distinguía a Jesús como sacerdote de Cristo era su humanidad sin añadidos y de eso abundan las mujeres que saben, como también dice Tepedino, que no es necesario añadir nada a lo humano para transparentar a Dios y propiciar salvación. Sí, Cristo es sacerdote, y este misterio se vive en la humanidad donada de mujeres y hombres; vivirlo sólo desde la masculinidad sería recortarlo y dejarlo a merced de una batalla de sexos que terminaría reventándolo por dentro.
Así que, volviendo a la visita que hice, llegar como amigo y hacer sentir calor humano, acogida, comprensión, ternura, recuerdos de vida, lágrimas, intuición, sentimientos, es, la forma de llegar como participante del sacerdocio de Cristo, de dejar que Dios se transparente en lo humano y de facilitar salvación… Gracias mujeres por no dejar que nosotros varones mutilemos el sacerdocio y por enseñarnos que ¡no hay que añadir agua bendita a nuestra humanidad!
Jairo Alberto, mxy
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