27 de diciembre, 2020
Primera lectura
Lectura del libro del Eclesiástico 3, 2-6.12-14
El Señor honra más al padre que a los hijos
y afirma el derecho de la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre expía sus pecados,
y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos
y, cuando rece, será escuchado.
Quien respeta a su padre tendrá larga vida,
y quien honra a su madre obedece al Señor.
Hijo, cuida de tu padre en su vejez
y durante su vida no le causes tristeza.
Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él,
y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión hacia el padre no será olvidada
y te servirá para reparar tus pecados.
Salmo
Sal 127, 1-2. 3. 4-5 R. Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sion,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 12-21
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta.
Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo.
Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo.
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Lucas 2, 22-40
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario Bíblico
Iª Lectura: Eclesiástico (3,3-7;14-17): El misterio creador de ser padres
La primera lectura de este domingo está tomada del Ben Sirá o Eclesiástico. Tener un padre y una madre es como un tesoro, decía la sabiduría antigua, porque sin padre y sin madre no se puede ser persona. Por eso Dios, a pesar de que lo confesamos como Omnipotente y Poderoso, no se encarnó, no se acercó a nosotros sin ser hijo de una madre. Y también aprendió a tener un padre. La familia está formada por unos padres y unos hijos y nadie está en el mundo sin ese proceso que no puede reducirse a lo biológico. No tenemos otra manera de venir al mundo, de crecer, de madurar y ello forma parte del misterio de la creación de Dios. Por eso el misterio de ser padres no puede quedar reducido solamente a lo biológico. Eso es lo más fácil, y a veces irracional, del mundo. Ser padres, porque se tienen hijos, es un misterio de vida que los creyentes sabemos que está en las manos de Dios.
Como el relato de Lucas estará centrado en la respuesta de Jesús a “las cosas de mi Padre”, se ha tenido en cuenta el elogio del padre humano de Jesús, que no es otro que José, tal como se le conocía perfectamente en Nazaret. Aunque Jesús, o Lucas más bien, ha querido decir que el “Padre” de Jesús es otro, no se quiere pasar por alto el papel del “padre humano” que tuvo Jesús en Nazaret. Incluso la arqueología nos muestra esa casa de José dónde se llevó a María; donde Jesús vivió con ellos hasta que, contando como con unos treinta años, abandonó su hogar para dedicarse a la predicación del Reino de Dios; donde posteriormente se reúne una comunidad judeo-cristiana para vivir sus experiencia religiosas.
IIª Lectura: Colosenses (3,12-21): Los valores de una familia cristiana
La lectura de este domingo es de Colosenses y está identificada en gran parte como un “código ético y doméstico”, porque nos habla del comportamiento de los cristianos entre sí, en la comunidad. Lo que se pide para la comunidad cristiana -misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia-, para los que forman el “Cuerpo de Cristo”, son valores que, sin mayor trascendencia, deben ser la constante de los que han sido llamados a ser cristianos. Son valores de una ética que tampoco se pueda decir que se quede en lo humano. No es eso lo que se puede pedir a nivel social. Aquí hay algo más que los cristianos deben saber aportar desde esa vocación radical de su vida. La misericordia no es propio de la ética humana, sino religiosa. Es posible que en algunas escuelas filosóficas se hayan pedido cosas como estas, pero el autor de Colosenses está hablando a cristianos y trata de modificar o radicalizar lo que los cristianos deben vivir entre sí; de ello se deben “revestir”.
El segundo momento es, propiamente hablando, el “código doméstico” que hoy nos resulta estrecho de miras, ya que las mujeres no pueden estar “sometidas” a sus maridos. Sus imágenes son propias de una época que actualmente se quedan muy cortas y no siempre son significativas. Todos somos iguales ante el Señor y ante todo el mundo, de esto no puede caber la menor duda. El código familiar cristiano no puede estar contra la liberación o emancipación de la mujer o de los hijos. Por ser cristianos, no podemos construir una ética familiar que esté en contra de la dignidad humana. Pero es verdad que el código familiar cristiano debe tener un perfil que asuma los valores que se han pedido para “revestirse” y construir el “cuerpo de Cristo”, la Iglesia. Por tanto, la misericordia, la bondad, la humildad, la mansedumbre y la paciencia, que son necesarias para toda familia, lo deben ser más para una familia que se sienta cristiana. Si los hijos deben obedecer a sus padres, tampoco es por razones irracionales, sino porque sin unos padres que amen y protejan, la vida sería muy dura para ellos.
Evangelio (Lucas 2,22-40): El Salvador ha crecido en familia
El evangelio de hoy, en su conjunto, es toda una historia familiar, con la que Lucas cierra lo que se conoce como el “evangelio de la infancia” (aunque queda el último episodio en Jerusalén). La intencionalidad de esta lectura para la liturgia de hoy es manifiesta; quizás por lo que se afirma de que cumplieron “lo que prescribe la ley del Señor”. Es una familia que quiere ser fiel a Dios, y en aquella mentalidad la fidelidad a Dios se manifestaba precisamente en el cumplimiento de todo aquello que exigía la ley del Señor. De hecho, el texto podría reducirse a los primeros versículos y al final de este conjunto (vv. 22-23″39-40). Entonces quedarían descartados, a todos los efectos, el episodio de Simeón y de Ana, en el momento de la purificación de la madre y de la presentación de Jesús al Señor en el templo. Por lo tanto habría que incidir en el sentido de la vida familiar, de una familia judía, piadosa, probablemente de educación farisea, que era lo común, que no se sale de la norma tradicional y religiosa. No es este un matiz a olvidar, porque deberíamos aproximarnos siempre a la figura de Jesús desde la normalidad de una vida en el judaísmo de la época, en la normalidad de trabajo y de la vivencia familiar.
Bien es verdad que Lucas concluye su relato con una expresión que va más allá de lo que es vivir normalmente: “el niño crecía en sabiduría (sofía) y gracia (járis) de Dios” (y. 40; cf. 2,52). Hay mucha intencionalidad en esto por parte del redactor del evangelio. Porque si bien quería presentar el marco normal de una vida de crecimiento de un niño en una familia religiosa, por otra está apuntando a que este niño está llamado a otra cosa bien distinta de los demás. No obstante Lucas ha relatado esta historia de familia con unos pormenores que la hacen especial. En la presentación del niño se debía rescatar al primogénito (cf Nm 8,15-18;18,16) mediante el pago de una pequeña cantidad, cosa que no se nos describe, ya que no lo entiende él como “rescate”. Por otra parte, no era necesario en la presentación del primogénito, ni a la purificación de la madre, hacerlo necesariamente en el templo. Pero el evangelista lo quiere así para darle más sentido y para que los episodios de Simeón y Ana (absolutamente proféticos y originales) tengan el marco adecuado. No vamos a incidir a este aspecto, ya que requeriría más explicaciones que las necesarias para la liturgia de hoy.
Pero en la semiótica de todo esto vemos que el “relato de familia se convierte en una propuesta de fidelidad y cumplimiento, aunque con voces proféticas detrás, como la de Simeón y Ana, que están poniendo de manifiesto que este niño está destinado a algo más que ser un judío cumplidor de la ley. Este viejo-visionario vive de la esperanza de algo más que todo eso, y así logra lo que su esperanza le dictan: ver la luz que alumbrará a todas las naciones. El canto de Simeón, el famoso “Nunc dimittis”, no deja lugar a dudas, ya que los cantos en estos capítulos de Lucas desempeñan un papel primordial (así es el caso también del Magnificat y el Benedictus). Y de la misma manera la profetisa Ana – cuando la profecía estaba muerta en Israel desde hacía siglos, y una mujer además, no lo olvidemos—, anuncia cosas nuevas de este niño, en una familia, que no se pueden reducir solamente en ser fieles a la ley del Señor, sino a la voluntad salvadora de Dios. Aquí se está anunciando algo inaudito que, sin embargo, crece y se experimenta en la normalidad de una familia religiosa y fiel a Dios. (Dominicos)
Reflexión
La familia, reflejo del amor de Dios a los hombres
La verdadera familia, especialmente la familia cristiana, se debe basar en el amor. Un amor que manifiesta la relación de Dios con los hombres, y de los hombres con Dios. Esta es la base de este pasaje del libro del Eclesiástico, en el que acentúa la importancia de los padres/madres en la familia, y especialmente el respeto de los hijos hacia ellos, como reflejo del amor de Dios a los hombres.
Sin embargo, ese amor, ese respeto ha de ser entre todos los miembros de la familia: tanto de los hijos hacia sus padres, como de los padres hacia sus hijos… y de los padres entre ellos. Solo así seremos verdaderos reflejos del Amor de Dios en el mundo.
La familia, comunidad de Amor
Una familia es una comunidad de personas que viven el amor de Dios dentro de sus relaciones mutuas y en las relaciones con los demás. Pero… ¿cómo deben ser esas relaciones? ¿cómo deben ser esas relaciones en el seno de la vida cristiana?
San Pablo en este texto da respuesta a esos interrogantes, nos ofrece un programa perfecto de comunidad, que nosotros podemos aplicar a la familia: comprensión, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, perdón, agradecimiento, paz… Todas estas actitudes son la base de una vida en familia cristiana. Todas estas actitudes se pueden resumir en una única palabra: AMOR.
El amor es el vínculo de la unidad perfecta. Como el propio Pablo dice: “el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada”.
La base de una familia está, realmente, en el amor de todos sus miembros, entre ellos y hacia los demás. Pero en una familia cristiana ese amor no es un amor cualquiera, sino el reflejo del Amor de Dios. Para ofrecer ese Amor de Dios es necesario vivirlo, experimentarlo… y eso solo se puede hacer a través de nuestra relación con Dios, a través de la oración, oración personal y en familia; a través de interiorizar la palabra de Dios en nuestras vidas; a través del agradecimiento sincero por todo lo que nos regala Dios todos los días, especialmente por nuestros familiares y amigos, a los que debemos amar y por los que debemos dar gracias a Dios en cada momento.
El amor, la oración, el agradecimiento… son la base de una familia que quiere manifestar en el mundo el verdadero Amor de Dios a los hombres.
La familia, escuela de vida y amor
Pocos son los pasajes del Evangelio que nos presentan la infancia de Jesús. Este es uno de esos pocos, y realmente muy relevante. No solo nos presenta un momento de su infancia, sino que se reflejan en él dos realidades importantes: la naturaleza divina de Jesús, y la vida religiosa de la Sagrada Familia.
San Lucas nos presenta a una familia creyente, que cumple con lo que Dios ha mandado, son por tanto fieles a su religión, fieles a su fe…, y en ese momento se encuentran con Simeón y Ana, dos profetas de este tiempo, fieles también a los mandatos que Dios dio a su pueblo a través de Moisés.
Simeón y Ana reconocen en ese Niño al Mesías esperado. Los dos son hombres de Dios que dedican su vida al templo. Hombres y mujeres de oración y servicio, esto es lo que les abre los ojos para poder ver y reconocer la divinidad de Jesús, la presencia real y física de Dios en el pueblo de Israel.
¿Cómo podemos llevar este mensaje a nuestras vidas, a nuestras familias?
Un elemento central en la vida de una familia cristiana es la vivencia de los sacramentos como regalos que Dios nos ha hecho para creer y fortalecer nuestra fe; para crecer y fortalecer nuestra vida de familia.
Una labor importante de los padres es esa transmisión de la fe, y solo se puede hacer mediante la vida, viviendo en familia los sacramentos. Por eso es necesario que los padres acompañemos a nuestros hijos en ese crecimiento religioso personal, especialmente acompañándolos en el proceso de catequesis, y hacerles ver que esto es importante para el Señor, que cada uno de ellos, de nosotros, somos importantes para Dios. La familia debe ser la que transmita a sus hijos que la Eucaristía se vive en nuestros hogares, no como una imposición sino como el momento de la semana o del día en que estamos unidos a Dios y recibimos la Palabra y el alimento espiritual, pero, especialmente, que todo esto que recibimos se tiene que vivir en el día a día, en casa y en cualquier lugar en el que estemos, siendo reflejo de lo que vivimos en la eucaristía, siendo reflejo del Amor de Dios. La familia debe, con la vivencia de la eucaristía reflejo de ese programa de comunidad que hemos visto en la segunda lectura: programa de vida basado en el AMOR, amor que mana de la relación de Dios con los hombres a través de los sacramentos vividos en familia.
La familia debe ser también escuela de vida y de visión del mundo. Debemos enseñar a nuestros hijos a reconocer a Jesús, como Simón y Ana, en las personas que nos rodean, en todos aquellos que nos encontramos cada día, y de forma especial, aquellos que más nos necesitan. Los padres tenemos la obligación de enseñar a los hijos a vivir el amor de Dios en los demás; a valorar la vida por todo aquello que podemos dar, más que recibir; a entregarnos gratuitamente para crear en el mundo una comunidad de amor que manifieste el verdadero AMOR por el mundo. (Dominicos)