De una vez les pido, no se asusten por el título: vulgar no siempre significa soez, de mal gusto y sucio. Vulgar, sobre todo, describe algo que “es del pueblo” (vulgus, pueblo). Jerónimo intuyó que a Dios le gusta hablar así, vulgar, como habla la gente, y por esto nos hizo la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín popular.
- 1 Hechos recientes sobre lenguaje, traducciones, significados, libros sagrados
Antes de hablar de Jerónimo y su esfuerzo para que la fe narrada en las Escrituras encontrara casa en la cultura romana, los invito a considerar algunos hechos recientes, de la misión y de la Iglesia, relacionados con lenguaje, traducciones, símbolos, significados, libros sagrados.
- La paloma de Noé, ave de mal agüero
Un día compartía, en unas catequesis bautismales, la historia de Noé y contaba que el patriarca, para saber si las aguas habían disminuido, soltó una paloma. Me gustaba mucho esa imagen y esto porque en nuestra cultura colombiana relacionamos palomas con paz y humildad… Pero, en la discusión con los catecúmenos algo no estaba yendo bien, estaban como disgustados al escuchar mis cuentos sobre el pájaro ese. Entendí la cosa cuando me explicaron que las palomas, y las aves en general, eran consideradas por ellos como un signo de mal agüero. En sus argumentos, me repitieron uno de sus proverbios, “Kore netewienie lpayiani medoki lmotony” “cuando se reúnen los ancianos, no vienen los pájaros”, con lo que quieren decir que, si los ancianos están juntos, si están unidos, no pueden llegar males, representados por los pájaros, a la comunidad. Y así, ese día, después de la catequesis, me quedé con un desafío y era la forma que entonces me tenía que ingeniar para transmitir el significado del relato del diluvio; lo que me obligaba también a buscar imágenes adecuadas para explicar no sólo ese pasaje, sino también otros como el del bautismo de Jesús en el que se dibuja al Espíritu Santo como una paloma. La cosa es que si insistía en la letra de los textos bíblicos mis oyentes se iban a quedar con ideas bien confusas.
Jerónimo tuvo que trabajar para solucionar esta clase de problemas, cuando traducía la Biblia del original hebreo al latín, su propósito era que la gente de lengua y cultura latina pudiera llegar no tanto a los textos tal y como fueron escritos, sino a los significados en la mente y corazón de los autores que, inspirados por Dios, los escribieron.
- Con la Tablet la misa no vale
Un sacerdote, que ya estaba perdiendo la visión, estaba triste porque sus ojos ya no veían las letras del ritual y, en esas condiciones, celebrar la misa se le hacía cada vez más difícil. Fue entonces que apareció un sobrino suyo, un post-millenial, y le hizo ver que podría valerse de una Tablet para agrandar las letras del misal y obviar las dificultades de la miopía. El padre, con esa tecnología, se sintió recién ordenado, y al domingo siguiente, salió de la sacristía con su aparato electrónico y celebró la misa no sólo con unción sino con toda la visión. Al terminar, ya cuando se quitaba los ornamentos en la sacristía, vinieron los problemas. Un grupo de señoras muy piadosas se acercaron a protestar y alegaban que la misa no había valido para nada, que no era posible celebrar sin los “libros sagrados”, los que la “tradición de la Iglesia” ha siempre autorizado, y que les parecía que la misa “leída” en un libro electrónico era abominación. Las señoras dejaron al pobre bien enredado y se fueron a ponerle la queja al párroco, quien, muy respetuoso de la “tradición”, temeroso de Dios y de las señoras esas, le pidió al colega que se abstuviera en adelante de presidir la misa, que podía tal vez concelebrar. Curiosamente, el obispo también estuvo de acuerdo con las señoras y el párroco, y así desestimaron los ánimos del tío baby boomer y los talentos del sobrino z.
Jerónimo amaba los libros y hubiera querido ver uno de esos que las señoras, el párroco y el obispo consideraban sagrados, propios de la tradición de la Iglesia y los únicos que podían garantizar validez en la misa; esos libros que, entre otras cosas, vinieron a aparecer muy tardíamente, sólo con la imprenta de Juan Gutenberg, en el siglo XVI. A Jerónimo, a caballo entre los siglos IV y V, manipulaba a duras penas inmensos rollos de pieles y papiros, el formato de libros en su época, y para transportar su biblioteca, los manuscritos de la Biblia que traducía, tenía que contratar ingentes recuas de mulas y camellos y pagar a más de un arriero. Las cristianas que se escandalizaron de la Tablet, parecían ignorar la evolución de los libros desde las piedras en que escribió Moisés hasta el Kindle. Los libros que las señoras defendían como sagrados no se conocieron hasta muy tarde y según los argumentos aprobados por el párroco y el obispo, las misas de Pedro y Pablo, de Agustín y Crisóstomo, de Anselmo y Tomás de Aquino no fueron tampoco válidas… y menos válida todavía, la única eucaristía de toda la historia, la que Jesús celebró en su vida, muerte y resurrección, y es que en esas misas y en la única de Cristo no hubo ningún ritual de Pio V y ningún libro de imprenta.
- El sacerdote del “amén”
En una de mis vacaciones en Colombia, me encontré almorzando, casi por coincidencia, con un sacerdote que al parecer estaba muy satisfecho de sus estudios bíblicos. Como para traer de qué hablar, el padre me preguntó que cómo se decía “amén” en lengua samburu. Con toda naturalidad le respondí “- metaa nejia”. Cuando escucho eso, el hombre de Iglesia arrugó la cara, no por las papas calientes que trataba de masticar, sino porque, como trataba de explicármelo, le parecía inapropiado que tradujéramos esa palabra y que no la enseñáramos según el original: “porque – decía con autoridad- sólo el hebreo original expresa lo que la Iglesia quiere decir”. Cuando logró hacer desaparecer las papas en su boca, ya me dijo con más benevolencia y en tono de exhortación apostólica: – “cuando vuelva a la misión en África hágales decir “amén” como tiene que ser y que dejen esa traducción que más bien es traición”. Esto sucedía a miles de kilómetros de la tierra de los samburu y sin idea de lo que aquí en la misión la gente dice, piensa y ama.
Jerónimo, el gran traductor de la Biblia, indicaba que su método de traducción consistía no en traer palabras de otras lenguas o traducirlas literalmente, sino en ofrecer significados, y por eso a cada palabra que traía del hebreo al latín, le dedicaba horas y días y semanas comprobando que no se perdiera el significado original y que lo tuviera también para los destinatarios de su obra.
- “Esas cosas que dicen ustedes los curas”
Hice una encuesta con el propósito de saber qué efectos tiene el lenguaje que usamos en la liturgia de la Iglesia y si de verdad nos estamos entendiendo en las asambleas eucarísticas; entrevisté a unas 30 personas, y les pregunté que qué pensaban cuando en los prefacios de la plegaria eucarística decimos al Señor que nosotros, con los coros de los ángeles, los arcángeles, los tronos, las potestades, las virtudes, cantamos el himno de gloria. Casi todos los encuestados son comprometidos en la Iglesia, algunos incluso sacerdotes y religiosas, de Chile, Colombia, México, España, Argentina, Kenia, Italia, Estados Unidos. La sorpresa fue que la mayoría de los que respondieron no sabían realmente de que trataban estos términos y, con esa jeringonza que usamos en la misa, se hacían ideas muy poco cristianas del cielo, de la Iglesia y de Dios y varios hablaban de esos términos como de “esas cosas que dicen ustedes los curas”. Si alguno tiene curiosidad de conocer esas respuestas, las encuentra en un anexo final a este artículo.
Si Jerónimo tuviera que traducir esos prefacios y toda la misa, buscaría palabras que pusieran esos conceptos al alcance de la mente y corazón de la gente de este tiempo, buscando ubicación en la teología, la antropología, la historia, la filología y otras ciencias. El santo traductor de Belén no dudaría en desechar lo que no entienden los lectores y oyentes, y traería, usando todo su ingenio, significados comprensibles para todos.
- Traducciones Google y las traducciones de Jerónimo
Antes de entrar en materia, los invito a considerar la diferencia entre una traducción interesada en la pura letra (como las que hace Google) y otra traducción interesada en los significados (como las hacía Jerónimo y las hacen los buenos traductores). Uso un párrafo del “Principito”:
Frase original: “C’est fou de haïr toutes les roses juste parce qu’on vous a perforé. Abandonnez tous vos rêves simplement parce que l’un d’entre eux n’était pas rempli”. Traducción literal de Google: “Es una locura odiar todas las rosas sólo porque te han dado un puñetazo. Abandona todos tus sueños simplemente porque uno de ellos no se cumplió”. Traducción con atención al significado y no tanto a la letra: “Es una locura odiar a todas las rosas sólo porque una te pinchó. Renunciar a todos tus sueños sólo porque uno de ellos no se cumplió”[1].
Y ahora, preguntas para pensar al leer sobre Jerónimo: ¿cómo traduce la Iglesia sus textos litúrgicos traídos del latín? ¿Qué le interesa más, la letra o los significados? Y más todavía, ¿cómo comunica la Iglesia su fe a las culturas? ¿interesada en lo literal o en el significado? ¿en copiar o en creatividad?
- 2 Jerónimo, el traductor que hizo vulgar la Palabra de Dios
Jerónimo nació alrededor del año 347, en Estridón (un pueblo que estaba en algún lugar de lo que hoy es Eslovenia o Croacia); estudió en Roma y, aunque nació en una familia cristiana, fue bautizado cuando ya era adulto; después de su ordenación, en los tiempos del obispo Dámaso de Roma, se dedicó a las Escrituras. No la iba muy bien con sus compañeros presbíteros en Roma y, después de mucho pelear con ellos, decidió irse a otros rumbos; tuvo experiencias de soledad y vida eremita en el desierto de Siria y, finalmente, se trasladó a Belén, en Palestina, con algunas de sus amigas, Eustoquio y Paula, y allí fundaron sendos monasterios, uno para hombres y otro de mujeres. El santo monje y sacerdote tenía duro carácter y lo encontramos, además de trabajando con la Biblia, enfrentado a su obispo Juan de Jerusalén, haciéndole guerra a Agustín de Hipona, y anatemizando al que antes había sido su mejor amigo, Rufino.
- Una vida consagrada a las Escrituras
La vida de Jerónimo y su grupo estaba totalmente consagrada a las Escrituras, a escrutarlas, a hacer copias de ellas, a traducirlas. Jerónimo estaba convencido de que “la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo”[2]. La mejor herencia que nos dejó este padre biblista fue la Vulgata, la Palabra de Dios en lengua vulgar. En el año 419, Jerónimo murió en olor de mal genio y con el tiempo se fue reconociendo que, a pesar de esto, se percibía también en él un aroma de santidad.
Jerónimo, y con él sus colaboradoras, cambiaba con facilidad de un mundo lingüístico a otro; conocía profundamente su propia cultura latina y sentía la necesidad de entender la cultura original judía donde la Palabra de Dios fue pronunciada y escrita por primera vez. Le interesaba mucho lo que las palabras de las Escrituras significaban para el pueblo en que estas tuvieron origen, “la verdad hebrea” (“Veritas hebraica”): “Así pues, escribe, si encontramos divergencias entre los textos griegos y latinos deberíamos recurrir al texto hebreo original; así, podremos encontrar en los riachuelos todo lo que fluye de la fuente”[3]. Eran estos significados, y no tanto las palabras, lo que el santo quería pasar a los destinatarios de su obra.
- El pueblo que hablaba latín no tenía acceso a los libros sagrados
En los siglos anteriores a Jerónimo, el griego había llegado a ser lengua de prestigio y el latín se había dejado para la gente sin estudios. En las asambleas cristianas y en las catequesis, se leían los textos griegos de la Biblia de los Setenta[4] (también llamada Septuaginta) o, cuando los oyentes no conocían el griego, se recurría a diversas traducciones al latín de esa misma versión griega. A Jerónimo, estudioso latino que conocía los originales hebreos, y que dominaba también el griego, le molestaba la versión griega de los Setenta y, todavía más, las traducciones al latín que de ella circulaban entre los cristianos. Según su parecer, más que ayudar a los creyentes, tanto la una como las otras, los desorientaban.
Dámaso, el entonces obispo de Roma, después de escuchar estas quejas de Jerónimo, le pidió que revisara las antiguas traducciones y tradujera al menos los Evangelios. Jerónimo descubrió en esta petición el propósito de su vida y se dedicó a traducir a la lengua que hablaba su pueblo, la vulgar, no sólo de los evangelios, sino toda la Biblia.
- Una discusión entre Jerónimo y Agustín
Surgió entonces una famosa discusión entre Jerónimo y Agustín, y la historia terminó dándole la razón al primero. Resulta que Jerónimo, como lo vimos en párrafos anteriores, estaba bien convencido de que había que traducir directamente de los originales hebreos y no de la versión de los Setenta, la que le parecía muy defectuosa y no fiel a las fuentes. Agustín, junto a muchos cristianos de su tiempo, consideraba en cambio que la versión griega de los Setenta, era la autoridad suprema[5] y que la traducción misma tenía carácter de “inspirada” por Dios. El obispo de Hipona sacralizaba pues la versión de los Setenta y no veía razón para que Jerónimo perdiera tiempo traduciendo del hebreo: “Para ser honesto, le decía en una carta, preferiría que tradujeras los libros canónicos de la Escritura desde el texto griego que se conoce como Septuaginta“[6]. Agustín pensaba además que esa traducción de los Setenta ya no podía ser superada por ninguna otra que viniera después: “Me sorprendería mucho si todavía se pudiera encontrar algo en los textos hebreos que se hubiera escapado del aviso de todos aquellos traductores que eran tan expertos en ese idioma… Creo que a su trabajo debe, sin duda, concedérsele una autoridad preeminente“[7].
Jerónimo rompió esta confianza de Agustín y la Iglesia de su tiempo en la traducción de los Setenta. Su empeño lo llevó a finalizar su traducción directa desde los originales hebreos, la que hoy conocemos como la Vulgata. La Biblia de Jerónimo, ya superada por muchas otras, fue por mucho tiempo la oficial de la Iglesia.
- Significado por significado y no palabra por palabra
Jerónimo, además de las Escrituras, traducía también otros documentos eclesiales. Una vez, tradujo una carta que Epifanio, otro autor cristiano de la época, le había enviado al obispo Juan de Jerusalén. Esa carta fue muy criticada, y es que, a muchos, que conocían la carta original, les parecía que Jerónimo no había sido fiel a las palabras de Epifanio y que las había adulterado. Más tarde, Jerónimo le explica a su amigo Pamaquio, que al traducir la carta, y en general todos los textos, él no se preocupaba de las palabras, sino de los significados, y que más que la letra, le interesaba el espíritu: “no sólo admito, sino que lo proclamo libremente al traducir… no traigo la palabra a partir de la palabra, sino el significado a partir del significado“[8]. . Traer palabras de las palabras, en lugar de significado de los significados, era para Jerónimo hacer perversiones en lugar de versiones. Así, al traducir, Jerónimo se distancia del lenguaje original cuando es necesario y no se hacía problemas si las palabras diferían con tal de que el significado se pudiera expresar con más claridad.
En realidad, este método de traducción no es original de Jerónimo, él lo aprendió leyendo las versiones latinas de obras griegas hechas por autores como Cicerón y otros[9]; Refiriéndose a esos autores y sus traducciones Jerónimo dice: “Lo que muchos llaman fidelidad en la transcripción, los sabios lo llaman minuciosidad pestilente”[10] .
10.3 Jerónimo y su relevancia para nosotros hoy
- Las mediaciones culturales no son absolutos
La Biblia de los Setenta, fue una mediación cultural, un puente construido por los judíos de Alejandría para llevar la Palabra de Dios al mundo helénico y a muchos de sus correligionarios que habiendo nacido en la diáspora ya no tenían familiaridad con la cultura de sus ancestros. Sin embargo, esa versión de las Escrituras, aunque fue de tanta utilidad, se topó con su propia caducidad. Todo, menos Dios, tiene fecha de expiración. Fue el biblista Jerónimo quien comprendió que la Biblia de los Setenta, tan amada y venerada por los cristianos de su época, entre ellos Agustín, ya carecía de vigencia, y que, además, su traducción dejaba mucho que desear y que había que volver a las fuentes hebreas, la “veritas hebraicas” y hacer una traducción directa desde los originales. Claro, eso no iba a ser tan fácilmente aceptado, la Biblia de los Setenta era tenida en gran estima, había sido “sacralizada” y se leía desde hacía mucho en las asambleas cristianas y no se podía cambiar así no más.
En este punto, nos encontramos con una primera cosa que hay que valorarle a Jerónimo y de la que nos tenemos que apropiar hoy si queremos dialogar con las culturas y posibilitar buena comunicación con nuestros contemporáneos para que el Evangelio llegue a sus destinatarios: no podemos absolutizar ninguna mediación cultural, ni una determinada traducción de las Escrituras, en el caso que comentamos, ni nada. Los medios son importantes, pero llega el momento en que pierden su valor, no hay lugar para sacralizarlos y hacerlos absolutos. Hoy resultaría ridículo buscar la telegrafía para enviar un mensaje a un amigo, WhatsApp y otros medios se reirían con toda razón de nuestro intento. Una mediación cultural es relativa a su momento y no se puede absolutizar.
Agustín, gran padre y teólogo como fue, no aceptó de buena gana que la Biblia de los Setenta hubiera llegado a ser cosa del pasado, y perdía, y arriesgaba también a que la Iglesia misma perdiera, la frescura de los textos traducidos por Jerónimo desde el original hebreo. En esos tiempos, al tenerse por indispensable la traducción que se había hecho en Alejandría, se continuaba leyendo así fuera difícil o se le hubieran descubierto errores. Gracias a Dios, nuestro Jerónimo tuvo su carácter, se le paró en la raya al buen obispo de Hipona, y salió adelante con su Vulgata.
La Iglesia ha tenido siempre una tendencia a absolutizar las mediaciones que le han servido en determinado momento y a querer imponerlas allá donde va. Además de este ejemplo clásico, hay muchísimas otras cosas que siendo sólo mediación se quieren perpetuar como esenciales: baste pensar por ejemplo en la sotana, en las campanas, en las cofradías, en el órgano tubular, en los pasos de la semana santa, en las imágenes de Jesús o de los santos, en la camándula, los libros de imprenta…etc. Mediaciones hechas absoluto, sin las que se cree que no se pueda dar genuinamente la Iglesia y que por esto se persiste en imponerlas a toda costa allí donde se hace presente la misión: ya hablamos de las señoras pías que pensaban, secundadas por el párroco y el obispo, que sin un libro estilo Gutenberg, inventado hace apenas cinco siglos, la misa no valía, y que un libro electrónico era abominación sobre el altar.
No falta quien insiste, en los ambientes de misión, en las esquinas de ninguna parte donde nos encontramos los misioneros, en las ciudades o en los desiertos, a que llevemos estas mediaciones hechas absoluto tal y como han sido y están en las comunidades que nos enviaron a anunciar el Evangelio: así vemos al que dice que la sotana, un traje civil que adoptaron los clérigos hace apenas unos siglos, tiene “poder sacramental” para ocasionar conversiones y alejar el maligno; que sólo campanas de bronce pueden llamar a la oración y a la misa y que otros modos de convocar carecen de piedad y reverencia; que para tener una parroquia constituida hay que fundar la legión de María y rezar la catena de Frank Duff así no la entienda nadie; que la misa de tambores y guitarra es puro folklore que se lleva el diablo y que sin órgano tubular no es posible unción; que sin la mismísimas pinturas del Jesús de la misericordia y de María Auxiliadora ya falta fe genuina; que la semana santa sin la procesión de palos y la de la soledad ya es otra cosa ajena a la Iglesia; que Cristo era de cabellos claros y ojos azules, el mismísimo corazón de Jesús, y que un Jesús de color oscuro nada tiene de misterio y realidad; que el rosario contado con los dedos no vale y que ojalá la camándula sea de rosas para ganarse todas las indulgencias; que una parroquia sin rosario de aurora y sin la novena del niño Jesús es sólo estación de servicio…. En este orden de cosas, y para poner un último ejemplo, no faltan los obispos y teólogos que dicen que la Suma Teológica de Santo Tomas, que vivió hace ocho siglos, es del todo insuperable y que sus enseñanzas son perennes y que hemos de repetirlo para siempre, como si el ideal de pensamiento estuviera en el pasado y como si caminar fuera sinónimo de devolverse.
Así pues, volviendo a Jerónimo, digamos que la versión de los Setenta, todo lo que hemos enumerado y muchas cosas más, son sólo mediaciones culturales y pasan, la fe que se deja mediar es la que permanece y siendo la misma está lista para la novedad de cada espacio y tiempo. Estos absurdos, cosas que metemos en cánones, porque nos encanta canonizar; cosas que paralizamos, porque nos encantan los museos; cosas que sacralizamos, porque nos olvidamos que sólo la vida es sagrada… estos absurdos, obstruyen todo diálogo con las culturas, crean interferencias de mucho ruido y las dejan sordas para que puedan escuchar la Buena Noticia. Tenemos el peligro de confundir la Iglesia con Medusa, esa mujer de la mitología griega que convertía en piedra a los que encontraban su mirada: la mirada de la Iglesia no puede petrificar los medios que ha usado y usa para evangelizar, por grandes y geniales que sean y hayan sido; la mirada de la Iglesia, en las coordenadas en que la ponga la misión tiene por el contrario que sintonizar con la inspiración de las culturas y ser capaz de encontrar el reino de Dios que se esconde en todas ellas sin excepción.
Desafortunadamente, la misma Vulgata llegó a absolutizarse con el paso de los siglos. El latín, lengua vulgar en los tiempos de Tertuliano y Jerónimo, también se absolutizo; siendo mediación cultural bien efectiva en su momento, se sacralizó y se tenía que usar así nadie lo entendiera y no pudiera ya mediar significados; pasó a ser lengua no sólo oficial sino sagrada y se volvió pecado traducir a las nuevas lenguas vernáculas o vulgares. En esta historia ha pasado mucha agua, también mucha sangre, debajo del puente. Baste pensar en John Wycliffe, un sacerdote del tardío medioevo que tradujo la Vulgata de Jerónimo al inglés popular y que, por esto, y algunas otras mediaciones caducas que se resistió a perpetuar como absolutas, fue llevado a la hoguera y quemado con sus traducciones y sus escritos.
- Transmitir significados, no palabras muertas
El método de traducción de Jerónimo, traer significados y no sólo palabras textuales, vale no sólo para los libros inspirados que entregamos a las comunidades que reciben el anuncio del Evangelio, sino para toda actividad de la Iglesia, actividad que consiste en comunicar y entregar siempre de nuevo, y con frescura, lo que Cristo entregó a los apóstoles, la Tradición. La misión es el lenguaje de la Iglesia que testimonia a Jesucristo en todos los pueblos y hay que estar seguros de que transmita significados y no sólo letras, que ofrezca vida abundante y no piezas de museo para venerar. No podemos ir a misión con lenguaje y símbolos sin alma, petrificados, alegando su sacralidad y su valor en el pasado y en otros lugares, hay que traer los significados en lenguaje y símbolos comprensibles a los que escuchan y se reciben el anuncio. La Tradición no es una exposición de textos y cosas que se admiran pero que no dicen ya nada, la Tradición es la misma vida de la Iglesia que crece y tiene la capacidad, si no la matamos de tradicionalismo, de inspirar a todos los pueblos y culturas.
En su trabajo de traductor, Jerónimo se distanciaba de la letra y transmitía significados. También nosotros, al traducir, estos es llevar de un lugar y tiempo a otro contexto, no sólo textos de la Escritura, sino la misma fe, no podemos entregar letra sino significados. Una traducción, sea de un texto, de un rito, de una doctrina, de una ley, de una costumbre, de una fiesta, de un método, de lo que sea, meticulosa de los origines y originales, pero sin atención al significado apostólico original y a la cultura de las comunidades que la reciben, corre el riesgo de no ser versión sino perversión. En un nuevo contexto de misión no se puede copiar nada, así haya funcionado muy bien en el pasado, o así sea maravilloso en otra geografía; importar lenguaje y símbolos es hacer galimatías de los textos inspirados, de la liturgia, del catecismo, de la moral, de los dogmas. Cuando la misión se apega a mediaciones culturales en desuso por tiempo y espacio y escrupulosa en las letras, entrega a los nuevos pueblos y culturas, algo así como una pobre “traducción Google” de la fe; el traductor Jerónimo llamaba esta pretendida fidelidad en la transcripción “minuciosidad pestilente” y todavía hoy, quince siglos después, no nos hemos liberado de ese olor.
Transmitir sentidos vivos y no letra muerta nos exige, como bien lo hacía Jerónimo, pasar de una cultura a otra, de un mundo lingüístico al otro, y esto es de verdad exigente; no sólo se precisa conocer muy bien la fe que nos entregaron los apóstoles, sino también digerir, para seguir el hilo de la anécdota que les conté al principio (la del sacerdote biblista del “amén”), no papas calientes, y a miles de kilómetros de distancia, sino mucha cultura y mucho pueblo y en mucha intimidad con la gente. Estoy seguro de que oyendo al Espíritu en las culturas y en lento y paciente discernimiento, encontraremos siempre las lenguajes y los símbolos justos para transmitir el Evangelio de siempre; esos lenguajes y esos símbolos, lo tenemos que tener claro, serán siempre y sólo mediación humilde, se verán limitados por el momento y lugar, y ellos, no obstante, nos dejarán acercarnos al misterio y explorarlo; estos lenguajes y símbolos nos darán luz para cada circunstancia de evangelización y, dado que son condicionados, siempre se quedarán cortos porque la fe nunca ha cabido ni cabrá en un lenguaje y en unos símbolos, así hayan sido la lengua hablada y los símbolos puestos en evidencia por el mismo Jesús de Nazaret: para revelársenos en la encarnación, Dios, y esa es nuestra fortuna, no consideró problema la limitación que asumía y la aceptó con todas las consecuencias. Ante cada lenguaje y símbolo que usemos en la misión tendríamos que tener en la cabeza y en el corazón el mismo sobrecogimiento y temor que tenía Israel para pronunciar el nombre de Dios, Yahveh, y esto porque, aunque enseñado por el mismo Dios a Moisés, había sido dicho en los límites de la lengua que podía entender el profeta. Siempre nuestras palabras estarán más acá del misterio y así, precisamente así, es que Dios se revela: el mismísimo arameo de Jesús era limitado para decir amén y para decir Dios, y sigue siendo limitado en las palabras de un cristiano samburo, o chino, o amazónico: al infinito le gusta circunscribirse, y si a él le gusta así, pues nosotros lo que tenemos que hacer es agradecer y gozar que se nos dé a nuestra medida y concienciarnos de que nunca lo agotaremos en las mediaciones. Hay que cuidar palabras y símbolos: al pronunciar el nombre de Dios y de las cosas de Dios es muy difícil no hacerlo en vano.
Es por esto que, entre otras cosas, la evangelización, como dijo Juan Pablo II, “está aún lejos de cumplirse”[11], siempre está en sus comienzos, no sólo porque no hayamos llegado a la mayoría de la población del planeta, sino porque nos movemos en el misterio de Dios que es insondable y que nunca se deja decir del todo. Los que han escuchado el mensaje son todavía minoría y los que lo hemos recibido podemos apenas balbucir como niños de pecho la alegría inmensa de la Buena Nueva. La misión, en estos tiempos de interculturalidad y pluralismo, está hoy más retada que en los tiempos de Jerónimo a decirse en contexto, a encontrar sus símbolos y lenguajes en diálogo no sólo con la teología, sino también con la antropología, la sicología, lo sociología, la lingüística, la filología…etc. No traficamos con lenguajes y símbolos, imponiendo allá lo que entendemos aquí y como lo entendemos aquí, vamos, ligeros de equipaje, dispuestos a encontrar en las periferias, lejos de nuestros centros de comprensión, los nuevos lenguajes y símbolos que esperan también, y con todo derecho, mediar la fe de Cristo.
- Si tenemos que explicar significa que los lenguajes y símbolos que usamos ya están muertos
La Tradición de la Iglesia pasa de una generación a otra, de un lugar a otro, de un tiempo a otro, no como algo muerto, lenguajes y símbolos que pueden decir o no decir, sino como algo vivo y que siempre da vida. No somos los guardianes de un depósito de lenguajes y significados carcomidos, no traducimos con inteligencia artificial, sin alma al estilo Google, no convertimos en estatuas de piedra las mediaciones que en su momento y lugar nos entregaron la fe, entregamos a Jesucristo vivo y, sin falta, el Espíritu cubre con su sombra los pueblos que reciben el anuncio y se los ofrece gestándolo en el seno de sus culturas como algo propio, una creatura nacida en la familia y hablando el lenguaje y los símbolos de la propia casa y no de casas lejanas. Recibir la Tradición de la Iglesia es capacitarnos para seguir a Jesús hoy, y no tenemos que añorar ni echar de menos, tal vez queriendo una supuesta perfección en el seguimiento, los lenguajes y símbolos que oyeron y vieron los apóstoles y que han seguido viendo y oyendo los santos y los fieles en toda la historia. La Tradición que recibimos nos da la gracia para vivir la fe en el presente, el tradicionalismo nos condena a vivir en el pasado.
Hay un síntoma que nos puede ayudar a diagnosticar si el lenguaje y los símbolos que usamos, entrega o no la Tradición: cuando tenemos que explicar una palabra o un signo, significa que no estamos trasmitiendo la Tradición y que estamos petrificados en el tradicionalismo. Si tengo que explicar usando mil argumentos el significado de una paloma, y por qué la asociamos con el Espíritu Santo, pues sencillamente tengo que darme cuenta que ese símbolo no sirve en el contexto en que estoy y es hora de pensar en otro que traiga los significados que queremos transmitir. Si tengo que explicar que el pan y el vino son comida y bebida en la cuenca del Mediterráneo y tengo que forzar a los nuevos comensales a que los prueben y gusten pues es que sencillamente hay otras comidas y bebidas que pueden expresar mejor lo que la significa la eucaristía en ese contexto. Si tengo que explicar por qué un obispo tiene escudo y qué significa todo ese lenguaje y símbolos tan del medioevo en el siglo XXI, pues es sencillamente que habría que remplazar las tales insignias señoriales por logotipos capaces de manifestar lo que inspira a un líder eclesial para servir a las comunidades que se le confían. Si tengo que explicar qué significa eso de “tronos y dominaciones” y “todo eso que dicen ustedes los curas”, pues es sencillamente que estoy diciendo cosas sin sentido, hablando como los locos, y que tengo que buscarme otras formas para expresar lo que tengo en el corazón y la mente. Si tengo que agotar mil explicaciones para explicar por qué los hombres son los únicos que pueden presidir y liderar, pues es sencillamente que, aunque ya el mundo cambió, le seguimos hablando e insistimos en tratarlo desde el pasado, y que necesitamos una respuesta comprensible en el aquí y ahora en que discutimos. Si tengo que explicar por qué hay que usar el órgano y dejar a un lado los instrumentos locales, pues es sencillamente que no hay que traer ningún órgano y hay que acompañar el canto al modo de la gente que está en la celebración. Si tengo que explicar qué es una mitra y qué son las ínfulas y por qué los obispos la llevan puesta, es que sencillamente, esa prenda en el nuevo contexto no es más símbolo y ya no dice nada. Si en una cultura donde el blanco ha sido siempre color que habla de muerte, tengo que explicar que no, que habla es de resurrección y la gente se ríe y le cuesta creer, pues es signo de que hay que buscar otro color que hable de vida en esa comunidad…. Y así, y para no agotarlos más, muchos más ejemplos pueden ser traídos por los lectores.
El Espíritu, protagonista de la misión[12], ama la diversidad, y no podemos irnos por el mundo homogenizando lenguajes y símbolos; la Iglesia es universal y no tiene problemas con lo local, se enriquece, se llena de nuevos lenguajes y símbolos para expresar su alegría, cada vez que se arriesga a salir a lo otro, a los otros. Si abrimos paso a la inculturación, los lenguajes y los símbolos no necesitarán explicación y si llegaran a precisarla pues habría que ahorrarse las explicaciones y buscar los lenguajes y símbolos adecuados. El misionero lleva los significados, su fe; los lenguajes y los símbolos para expresar esta fe los ha de encontrar, con estupor y maravillado, en la cultura que lo acoge. Allí, más que explicar, necesita pedir explicaciones, abrir mucho los ojos y los oídos y cerrar mucho la boca: Jesús, Dios hecho hombre, aprendió a hablar de María; la misión, la fe que se hace cultura, aprende a hablar de los pueblos; la encarnación es la lógica de la inculturación.
Esto se veía bien en las catequesis bautismales antiguas, las de Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Ambrosio y otras: antes de los sacramentos de iniciación, los catequistas no explicaban ni los lenguajes ni los símbolos del bautismo; no dedicaban tiempo a esto porque, según su manera de ver estas cosas, esto era sencillamente empobrecer los misterios (así llamaban los sacramentos). Lo que hacían los catequistas antiguos era dar la Buena Noticia a los catecúmenos, enseñarles el nuevo estilo de vida, introducirlos a la familia eclesial, y se evitaban las muchas palabras que entorpecen los significados. Los misterios no se explicaban, se vivían. Y era que de verdad no se necesitaban las tales elucidaciones: bien conectada la liturgia con la cultura de los que llegaban a la fe, le bastaba al que se estaba bautizando y celebrando la Eucaristía por primera vez sentirse inmerso en el agua, bañado en aceite, iluminado de luz, vestido de blanco, partiendo el único pan y bebiendo de la misma copa con otros, exhortado por palabras comprensibles, para adentrarse por sí mismo en el misterio. Sólo después, en los días siguientes a la pascua, cuando los nuevos cristianos habían experimentado la fuerza de las palabras y los signos en la noche de pascua, sólo entonces venían las catequesis mistagógicas, que para nada eran explicaciones de lo sucedido, sino más bien contemplación de las maravillas que Dios había hecho en ellos al recibir la iniciación cristiana. No explicaban los lenguajes y los símbolos porque sus significados eran evidentes a todos, porque era como llover sobre mojado, bastaba oír y ver y ya todos comprendían de lo que se trataba. La Tradición es siempre vida que se transmite y no explicaciones que se dan. Los lenguajes y los símbolos pueden morir, lo que no muere son los significados y ellos, queriendo llegar a todos los tiempos y lugares, se dejan expresar de modos inesperados. Si los signos y las palabras ya no dicen nada, pues simplemente hay que buscar los signos y las palabras que hablen por sí mismos y griten lo que queremos transmitir. Los significados no pasan, los signos y las palabras que los transmiten si pasan: la Tradición custodia los significados y relativiza sus modos de expresión, el tradicionalismo inmoviliza los modos de expresión y echa a perder los significados.
Conclusión
Definitivamente, eso lo tenía bien presente Jerónimo, Dios habla para que le entiendan, a Dios le gusta hablar vulgar. Y la Iglesia no puede hablar de otro modo. Jerónimo trabajó para que la fe encontrara casa en la cultura romana, nosotros, en este mundo globalizado y cada comunidad en su contexto, tenemos que trabajar con el mismo propósito, que la fe narrada por la Iglesia encuentre casa en todas partes y en todos los tiempos, transmitiendo significados y no letras muertas, usando y al mismo tiempo relativizando las mediaciones culturales y mantener sólo Dios y el Evangelio como absolutos. Hay que llenar el mundo de significado.
Anexo:
Respuestas a la encuesta sobre “los tronos y las dominaciones” de los prefacios de la misa
“Eso debe ser toda la corte de ángeles que baja en ese momento a acompañar a Jesús” (catequista de niños de confirmación y primera comunión). “Los tronos son los dados por Dios a las doce tribus de Israel y las dominaciones todas las fuerzas que rigen el planeta” (sacerdote diocesano). “No sé, yo nunca me he preguntado qué es eso” (Señora de misa diaria). “Sí, yo he escuchado esa frase de los tronos… yo me imagino unos tronos de oro, una cosa como muy material que no cuadra con la imagen de Dios” (militar católico y de misa semanal). “El primer mensaje que se me viene a la cabeza es de miedo, no es de amor, entonces a veces pienso que la Iglesia nos ha manejado mucho a través del miedo… de esa dominación de Dios; uno se imagina como si allá arriba alguno hubiera sentado en un trono, mirándonos para juzgar, no alguien que nos mire con amor” (mamá más o menos practicante). “La verdad es que es algo tenebroso… esas cosas que se ensalzan tanto, esos dominios, es como si, en lugar de vivir una fe amable, entrañable, solidaria, profunda, es como si fuese una fe temerosa de algo, a mi toda esa forma tan extravagante exagera los temas de la fe, me parece, no sé, no lo comparto, lo escucho constantemente en la eucaristía… me produce terror, los coros celestiales tan lejos, tan poco tangibles… está mucho más allá de todo lo que yo pueda entender…” (líder de una ONG de la Iglesia católica). “Cuando ustedes (los sacerdotes) dicen esas cosas, yo me imagino que ese es el reino de Dios, donde… compañía para las almas que se salvaron y que están en él, entonces esas almas cuentan con ángeles y arcángeles, ángeles que vuelan por todo lado; tronos y dominaciones… es Dios y es un rey…pero no lo veo así porque creo que él no se glorifica, es humilde de corazón y no lo veo con corona…tronos y dominaciones son como luces, como resplandores, como que los tronos podrían ser los límites de su reino… como la luz… como los límites que nos marca el reino para que esas almas no se vayan a perder…. Que no se le escapen, que no se vayan al infierno, hacia la parte de abajo…. (empresaria y católica practicante). “Se me ocurre que es como una cantidad de gente ahí parada cantando y alabando al Señor… gente vestida de blanco, parada y cantando” (seminarista diocesano de segundo año de teología). “Yo creo que son todos los santos que están en el cielo” (fundadora de una organización de cooperación internacional y católica practicante). “No sé, yo nunca me había preguntado qué era eso” (seminarista religioso en año pastoral). “Por tronos y dominaciones yo entiendo categorías de ángeles… los ángeles están organizados en categorías (maestro, licenciado en filosofía en una universidad pública). “La verdad, no me he detenido a desmenuzar cada uno de esos nombres, yo simplemente entiendo el conjunto como el mundo de Dios, el mundo celestial, pienso en una corte que rodea a Dios” (profesor universitario). “Se me viene a la mente que la Iglesia tiene unas cosas que la dominan, pero también entiendo que la Iglesia es un conjunto de actores que uno puede tener de ejemplo a seguir o escuchar, algo así…qué pesar, yo pa´eso soy mala, no sé” (empleada de banco y católica practicante). “Entiendo que es como todas las personas en el cielo, clasificaciones de ángeles… ah, son dominaciones, no iluminaciones, pero entendía lo mismo” (ingeniera de sistemas, católica practicante). “no me resulta fácil creer tanto en los ángeles. Sí en el ángel de la guarda… pero esas cosas de ángeles caídos y toda esa teología nunca me ha entusiasmado mucho” (sacerdote religioso). “San Pablo menciona eso en una de sus cartas, pero no recuerdo cual” (profesor de escuela secundaria). “Uno se imagina la Jerusalén celeste, tronos y dominaciones, un trono le pertenece al rey, yo me imagino ahí todos los reinos, los poderes de este mundo, dominaciones, pienso como en una legión, como algo muy poderoso, pero que ya están como arriba, como un poder fuerte… todos los reinos de este mundo y los ejércitos y el poder están todos allá… todos los reinos de esta tierra redimidos y todos los poderes humanos que dominan…” (religiosa licenciada en teología). “Para mí los tronos son aquellos seres, por ejemplo, la santísima Virgen está en el trono, la santísima Trinidad, todos esos en sus categorías, los santos que están en su trono, seres maravillosos que hicieron algo en la tierra… las dominaciones son los seres de la tierra que han muerto y que han tenido un lugar muy en la casa de Dios, entonces ellos hacen parte de esa ´nominación´ (sic)…y nosotros somos el coro de la tierra porque acá vivimos esa gloria, ese amor por Dios…” (empleada de la salud). “Ja, ja. Hace mucho que elimino palabras de la liturgia que no me dicen nada a mi vida. Tronos, dominaciones, palabras en desuso” (profesora de lenguas, practicante). “Creo que pretende incluir lo divino y lo terrenal, lo divino serían los ángeles y arcángeles, mientras lo terrenal serían los tronos y dominaciones. De esta forma se unen ambos mundos, es decir todos cantamos al Señor. En los tronos y dominaciones entiendo que cabe todo, pero sobre todo yo veo el poder terrenal, la lucha por tener… ¡menuda pregunta! No tengo ni idea (economista y católico practicante). “Se me viene a la cabeza una monarquía la hijuemadre, allá en el reino de los cielos. término de la realeza para justificar posiciones y posesiones aquí en la tierra… copia de la realeza medieval…” (sacerdote religioso).
[1] http://blog.universaldeidiomas.com/el-principito-en-frances/
[2] Jerónimo, Comentario del libro de Isaías.
[3] Jerónimo, Carta 106,2
[4] Recordemos que se llama así a la traducción al griego de la Biblia hebrea hecha en Alejandría, en Egipto, y supuestamente, más leyenda que realidad, la hicieron 70 sabios, cada uno trabajando por su lado y llegando todos a idénticos resultados.
[5] Cfr. Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, 18,43.
[6] Agustín de Hipona, Carta 71.
[7] Agustín de Hipona, Carta 28.
[8] Jerónimo, Carta 57, 5
[9] Ibíd., 57,5
[10] Ibíd., 57,5
[11] Juan Pablo II, Redemptoris Missio 1
[12] Cfr. Francisco, Catequesis en la Audiencia General, octubre 30 de 2019
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