En estos días, de vacaciones, me he ido por los caminos de mi pueblo. Y en esas, me he encontrado ya varios “calvarios”, esas cruces, casi siempre adornadas de flores y piedras, que recuerdan los que han muerto en esos lugares, muchos de ellos asesinados. Entre todos, me llamó la atención uno en el que estaba escrito “Era un niño”, y que mostraba también, ajada por el tiempo, la fotografía borrosa de un equipo de futbol de muchachos adolescentes: uno de esos jugadores, sonrientes y con ganas de conquistar la copa mundo, debía ser el muerto.
“Era un niño”, escribieron en la cruz los que querían que no se perdiera su memoria. Después que vi el modesto monumento, me fui preguntando a los vecinos, para saber un poco más de este niño al que habían arrancado de la vida y fue entonces que escuché una descripción que me puso a pensar: -Sí, era un niño, -me respondió un anciano, muy católico él, que recordaba los hechos sucedidos en 1992 y quien, al final de su respuesta, añadió –y era también “dañinito”, dando a entender con esa última explicación que “por algo” lo habían matado y que la muerte tenía razones que no tenía la vida.
Y ese es mi país. Un país de mayorías cristianas, casi todos católicos, que hemos encontrado razones, desde siempre y persistentes, para matarnos los unos a los otros. Aquí las guerrillas son cristianas, los paramilitares son cristianos, la mafia narcotraficante es cristiana, las bandas criminales son cristianas, los que se dedican a economías ilegales son cristianos, la fuerza pública que abusa es cristiana. Aquí, en nombre de la moral y de las buenas costumbres, se habla de “limpieza social” y los que se creen muy justos señalan con sus juicios y críticas, a los que, según ellos, y para bien general, habría que desechar y eliminar. El nuestro es un cristianismo en el molde de la justicia punitiva, todavía de viejo testamento y de religiones tribales, que no logra pasar a la justicia restaurativa que vimos en Jesús y que aprendimos de él.
“Era un niño”, pero no podía vivir por los daños de los que “los buenos” lo hallaron culpable y así fue como le arrebataron la esperanza, convencidos de que había que castigarlo y sacarlo de en medio. Esa es apenas una muestra de lo que vivimos en esta tierra; en este conflicto llevamos ya nueve millones de víctimas, y ese número haciendo listas sólo desde 1958 hasta el 2016, periodo que escruta la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, sin contar todos los años de violencia de otros tiempos. Y este, lo repito, es un país de cristianos, un cristianismo sin la misericordia de Dios, la tragedia de una Iglesia que logra perpetuarse, pero que poco transforma la realidad, que insiste en mostrarse triunfante, Cristiandad, pero que no toca el corazón de los que bautiza, una Iglesia que hunde a sus hijos en la materia y en la fórmula del rito, pero no en la comunión del Dios que es familia. Esto explica porque, en nombre de la moral y del catecismo, los buenos cristianos seguimos encontrando razones para añadirle al epitafio de “era un niño” la explicación de que “era también dañinito”.
La justicia que impera entre nuestros cristianos es para nada evangélica, la de adoradores de “mi diositos” hechos a medida, la del talión del diente por diente que aquí llaman “paz con legalidad”, la de los fariseos de rituales y reglas, la de los inquisidores más allá del bien y del mal. Aquí, en este país, muchos creídos justos y religiosos piensan que hay que seguir la guerra y a fuerza de balas acabar con los males que sufrimos; aquí, muchos pastores, con un supuesto evangelio de Jesús en los labios, no vieron con buenos ojos los acuerdos de paz y los consideraron impunidad; aquí los “buenos cristianos” no sienten que sea contrario a su fe cuando estigmatizan a los otros y no tienen cargos de conciencia cuando oyen que los que antes señalaron desaparecieron.
“Era un niño”, leo en ese calvario e imagino, mientras sigo caminando, lo que habría sido de ese muchacho, ahora después de casi tres décadas, si le hubieran dado oportunidad, cuántos goles le habría metido a la vida. La metanoia que nos pide esta cuaresma, el cambio de mente, es la de pasar de la justicia punitiva, la que cree que todo se arregla con castigos y muerte, a la justicia restaurativa, la que sabe que es amor incondicional lo que nos salva. Ninguna mamá, tampoco la madre Iglesia, puede seguir pariendo niños para la guerra.
Jairo Alberto mxy
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