Primera lectura
Lectura del segundo libro de los Reyes (4,8-11.14-16a):
Un día pasaba Eliseo por Sunam, y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y, siempre que pasaba por allí, iba a comer a su casa.
Ella dijo a su marido: «Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí.»
Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó.
Dijo a su criado Guejazi: «¿Qué podríamos hacer por ella?»
Guejazi comentó: «Qué sé yo. No tiene hijos, y su marido es viejo.»
Eliseo dijo: «Llámala.»
La llamó. Ella se quedó junto a la puerta, y Eliseo le dijo: «El año que viene, por estas fechas, abrazarás a un hijo.»
Palabra de Dios
Salmo
Sal 88,2-3.16-17.18-19
R/. Cantaré eternamente
las misericordias del Señor
Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: «Tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad. R/.
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
camina, oh Señor, a la luz de tu rostro;
tu nombre es su gozo cada día,
tu justicia es su orgullo. R/.
Porque tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el Santo de Israel nuestro rey. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (6,3-4.8-11):
Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Palabra de Dios
Evangelio del domingo
Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,37-42):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
Palabra del Señor
Comentario Bíblico
Iª Lectura (2Reyes 4,8-11.14-16)
La Iª Lectura del II.’ Libro de los Reyes recoge un tradición muy común de la Biblia, en la que el profeta Eliseo le concede a una mujer sunamita el que sea bendecida por un hijo. Es la felicidad mayor de toda mujer ser madre y el profeta de Dios no puede concederle otra cosa, como sucedió con Sara, como sucedió con Ana la madre de Samuel y como sucederá con Isabel, la madre del Bautista. En la Biblia siempre se ha interpretado la maternidad tardía como una bendición, ya que las tradiciones populares religiosas consideraban la esterilidad como una maldición divina. Eliseo, a diferencia de Elías, es un hombre de Dios menos carismático, aunque más taumaturgo o milagrero, cuyas historias están recogidas para mostrar que Dios actúa siempre misteriosamente y contradiciendo lo que los hombres piensan o proyectan al margen de Él.
El relato forma parte del ciclo especial de Eliseo, y verdaderamente habría que leer casi todo este c. 4 de 2Re para completar toda la narración en la que se engrandece la figura taumatúrgica de discípulo del gran Elías. Porque ese hijo que nace como don de la ‘acogida” que la sunamita ofrece al hombre de Dios, muere, para que todavía sea engrandecido más el nombre de Dios y de su profeta, que ora a Él. Pero habría que resaltar más que otra cosa el empeño y la confianza que esta mujer pone en aquél que le trae la ‘palabra de Dios”. No desespera en la adversidad, sino que busca confiadamente al “taumaturgo” para que le asista.
¿Es verdadera confianza? o ¿verdadera religión? No podemos negar que estas cosas extraordinarias de la Biblia quieren mostrar que Dios actúa misteriosamente en las historias más humanas. Aunque las “leyendas” no están ausentes de estos relatos, cosas extraordinarias acontecen para nosotros y hay que saber interpretarlas. La mujer, en el relato, ni siquiera había pedido un hijo. Pero es eso lo que le ofrece el “hombre de Dios”, tal como ella llama a Eliseo. Incluso rechaza que el profeta hable a favor de ella o de su marido al rey o al jefe de los ejércitos.
No necesitaba prestigio, porque ella dice que vivía feliz “entre Ios suyos”. El relato, en su conjunto, intenta engrandecer el poder de Eliseo. Pero es la mujer la que, en este caso, nos interesa escuchar y observar. Es ella la que “acoge”, la que lleva la iniciativa de construirle una pequeña morada al “hombre de Dios”. Es ella la que rechaza que el profeta interceda ante las autoridades, porque está contenta con lo que tiene y entre los de su clan. Pero como a una verdadera mujer hebrea, le faltaba “ser madre”. No expresa ella en el relato este deseo, sino que lo interpreta o lo adivina el ayudante o discípulo del profeta, pero ese anhelo lo llevaba dentro de su corazón. Y es eso, lo que “Dios” le concede; lo que no pide.
Porque al final, este es el verdadero regalo de la “acogida” sincera del hombre de Dios. Y en la Biblia, quien acoge a un “hombre de Dios”, acoge a Dios mismo, como sucede en el famosísimo relato de Gn 18, 1-15 de Abrahán y Sara.
IIª Lectura (Romanos 6,34.8-11):
El texto de Romanos 6 es una catequesis magistral de Pablo sobre el sentido y las consecuencias del bautismo cristiano. Pablo ha venido planteando en los capítulos precedentes de esta carta el tema de la justificación, de la salvación del pecador, por medio de la muerte de Cristo. Ahora quiere sacar consecuencias que esclarezcan la misma praxis de la vida cristiana. Por ello va a partir del misterio del bautismo que lo presenta como un ser “cosepultados” con Cristo, un ser “co-crucificados” con Cristo y un ser “co-resucitados” en El (verbos que se compone con la partícula griega “syn”).
Se piensa que aquí el apóstol ha podido usar cierta ideología de los ritos mistéricos de las religiones que conocía. Es posible que en su lenguaje Pablo no pueda substraerse a ello. Pero en el fondo de toda esta catequesis aparece una confesión de fe cristiana muy primitiva con la que se expresaba que la fe es una participación en la vida de Cristo. Y es el bautismo, el sacramento de iniciación en el nombre de Jesús, donde se comienza este misterio de solidaridad cristológica en su eficacia más significativa. El bautismo es una sepultura del hombre viejo, y un símbolo que nos introduce en una vida nueva, la que Jesús nos ha ganado con su muerte y resurrección. Pero el bautismo es el inicio, que debemos proseguir con la praxis de la fe.
Esta dimensión teológica de la fe es la que da sentido al mismo bautismo. No es el bautismo lo determinante, sino la fe que nos lleva a vivir “co-sepultados” (abandonar el hombre viejo); a vivir “co-crucificados” (entregarse a la causa de Jesús); a vivir “co-resucitados”, es decir, en una vida nueva de amor y de esperanza; de compromiso y de solidaridad con los hombres. Pero es, a su vez, una experiencia de victoria sobre el pecado. Porque aunque el pecado nos acecha de muchas formas y maneras, debe haber, para el creyente, una confianza de victoria sobre el mal estructural del mundo y sobre lo más personal de nuestro corazón.
Evangelio (Mateo 10,37-42): Las verdaderas radicalidades evangélicas
El evangelio de este domingo vuelve sobre el “discurso de misión”. Mateo señala para su comunidad que ser discípulo y seguidor de Jesús lleva consigo el vivir en conflicto. Perseverar en el discipulado supone romper ciertas tradiciones que nos atan, hasta las más familiares. No se trata de romper afectos familiares, sino lazos que no nos dejan libres. En un “crescendo” eficaz de la alternativa radical que se nos presenta en esta parte del discurso misionero, se pone de manifiesto que cuando la familia nos impone sus criterios de amor o de odio, de intereses mundanos o de herencia, el discípulo estará en conflicto. Pero Mateo pone de manifiesto que nadie puede estar por encima del evangelio. Jesús, al pedir amarle a El más que a la familia, no está desestabilizándola; está proponiendo una nueva forma de ser hijo, de ser padre o madre y de ser hermano. Estos dichos son famosos, porque algunos discí1)1105 itinerantes los llevaron hasta sus últimas consecuencias, como se refleja en el documento que le sirve a Mateo (Documento Q) para elaborar estas enseñanzas.
El “seguimiento” de Jesús, en verdad, es algo que está lleno de ‘radicalidades”. Las cosas radicales son aquellas sin las cuales no es posible que nada subsista. El evangelio no podría ser el evangelio si se imponen a los discípulos otros criterios distintos de autoridad y prestigio. Los “dichos” de Jesús recogidos en este discurso están expresados semíticamente y pueden sonar a algo imposible: ¿es posible odiar al padre y a la madre por seguir a Jesús? ¡sería un “contra-dios”! Pero quieren decir algo muy importante. Incluso sabemos que este tipo de “dichos” de Jesús sobre aborrecer a la familia y llevar la cruz obedece a actitudes escatológicas de algunos grupos cristianos que fueron más allá de lo que Jesús quería exigir.
Es una nueva propuesta en la que no se imponen o no se deben imponer imperiosamente los lazos de sangre, el clan familiar, la cultura heredada, los criterios impositivos de los más fuertes o de lo que siempre se debe hacer. El cristiano seguidor de Jesús, amante de la verdad del evangelio, debe amar al padre, a la madre, al hermano, pero nunca debe, a causa de ellos, ceder al odio, al rencor, a la violencia, a la maldición. El cristiano está llamado a una cadena mucho más grande de solidaridad, hasta dar de beber un vaso de agua a cualquiera, sea quien sea, incluso al enemigo nuestro o de nuestra familia. Así es como debemos entender estas palabras del evangelio de la misión.
Tampoco es cuestión de “endulzar” las exigencias por el hecho de que se hayan expresado de una forma semítica en que las que prevalecen los contrastes. Dicen lo que dicen y exigen lo que exigen: algo radical. Pero no se entienda como algo radical por difícil o por imposible, sino por sentido y por coherencia. Se trata de algo vital, porque si no hay raíces, no crece la vida. Eso es lo mismo que el amor a los enemigos: el evangelio no permite el odio de ninguna de las maneras. Por tanto, cuando hay enemigos o nos los creamos en nuestra mente y en nuestro corazón, estamos lejos de Jesús, de su causa del evangelio y de su Dios: cuando hay odio muere el evangelio.
De la misma manera, si seguimos a Jesús, debemos renunciar a nosotros mismos y a lo nuestro. Eso significa lisa y llanamente “llevar su cruz”. Pero ¡cuidado!: no veamos aquí solamente renuncia total a la voluntad propia, al honor, a la dicha terrena, recorriendo el duro camino de Jesús por el sendero señalado por Dios, lo que Jesús exige de sus discípulos. Quien acepte el evangelio debe hacerlo por voluntad propia, por honor, y por disfrute personal. Quien acepte estas radicalidades, no debe hacerlo en contra de su voluntad y de su libertad. Si fuera así, ser cristiano, seguir Jesús, sería un drama inhumano inaceptable. Si mi familia, mi clan, mi pueblo nacionalista, me imponen los criterios de mi existencia, de mi libertad y de mi paz, entonces yo estoy con Jesús antes que con los míos. Y ésta, y no otra, es la “cruz”, entiendo, que debe llevar el discípulo. (Dominicos)
Reflexión
¿Cuáles eran las fidelidades en conflicto de las que habla Mateo?
¿A quién se enfrentaba Jesús para exigir a sus seguidores una fidelidad tal que podía llevarlos incluso a la ruptura con la propia familia, sabiendo que la familia y los clanes en aquel tiempo tenían una importancia suma para la vida y para la seguridad del individuo? Es más, también Jesús había roto con su propia familia (Mc 3, 31–15) por el mismo motivo y pide la misma actitud a sus seguidores. Se trata, qué duda cabe, del conflicto entre la fidelidad al reino de Roma y a las élites sacerdotales, que interpretaban al Dios de Israel según sus propios intereses, y la fidelidad al Reino de Dios, que Jesús de Nazaret vivía en sus propias carnes y que era el que predicaba. ¿Por qué hablamos del reino de Roma? ¿Aparece en el texto del evangelio de hoy? Sin ninguna duda. Cuando Mateo escribió este texto, Jesús había sido crucificado por las autoridades romanas, que eran las únicas que tenían poder para aplicar tan ignominiosa condena. Y Mateo pone en boca de Jesús que “el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Por consiguiente, la referencia al castigo político al que puede condenar Roma al que es fiel al Reino de Dios muestra bien a las claras cuáles son las dos fidelidades en conflicto: al reino del poder, de la violencia, de la conquista y del sometimiento que era el reino de Roma y al Reino de Dios, de la fraternidad, de la paz y en el que tenían un puesto privilegiado los pobres, las viudas, los enfermos, los extranjeros y todo tipo de marginados.
Las familias de aquel tiempo, como sucede también en el nuestro, preferían fidelidad al orden social establecido, aunque les fuera totalmente adverso, opresivo y empobrecedor, que rebelarse y trabajar por un cambio a otro modo de organizar la vida. Por eso, el seguimiento como servicio especial al anuncio del reinado de Dios y la vinculación a la familia como seguidora del sometimiento a Roma y los colaboracionistas romanos eran incompatibles para Jesús (cf. Lc 9, 60; Mc 1, 20). De ahí que Jesús exhortara a sus discípulos a que le profesaran una lealtad por encima de cualquier otra lealtad. (10,38).
Los discípulos itinerantes y la pobreza. La mística de la pobreza
La itinerancia, la pobreza y la indefensión fueron los rasgos constitutivos de los discípulos que formaron la primera Iglesia con Jesús, porque se ajustaban a la conducta del Maestro y a su predicación. Pero la actitud de Pablo de vivir de su trabajo y su renuncia al radicalismo itinerante en los grandes centros urbanos de Grecia y de Asia Menor donde él predicó, dieron pie a una gran libertad en la interpretación de los mandatos de Jesús. Pero esto acarrea un peligro en el que hemos caído las Iglesias del occidente, en las que, con el pretexto de esa «magnífica libertad» para interpretar las palabras de Jesús y acomodarlas a las circunstancias, se han admitido y se han disculpado demasiadas cosas nada evangélicas dentro y fuera de la propia Iglesia–institución. Parece que vivir el evangelio hoy obliga a toda la Iglesia-institución, a todos sus miembros y ministros, a dar pequeños pasos, pero firmes y activos, en dirección a una mayor pobreza y renuncia al poder. La realidad de las Iglesias ricas no tiene ninguna legitimidad evangélica.
Por otra parte, es indispensable para toda la Iglesia que, dentro de ella, algunos grupos y comunidades vivan en el desarraigo y en la pobreza como los primeros discípulos de Jesús. Pero, a lo largo de la historia de las iglesias cristianas, este compartir la condición de los pobres no ha puesto en cuestión las estructuras sociales de explotación, que son las que producen la riqueza de unos y el empobrecimiento de la inmensa mayoría. En efecto, predicar la renuncia a los bienes materiales significa exhortar a los pobres a no aspirar a poseer esos bienes, sino a permanecer en el estado en el que se encuentran. Decir a los hambrientos que deben alegrarse de no tener el corazón corrompido por la riqueza y por las preocupaciones materiales que ella engendra, porque desvía a los hombres del único objeto importante de preocupación, Dios, es sencillamente un sarcasmo. El evangelio no nos invita a una sociedad de la pobreza, sino una sociedad de la justicia.
Los problemas que suscita la fidelidad a Jesús y a su mensaje: la cruz
El amor de Dios a los desfavorecidos, tal como lo expresó con sus palabras y, sobre todo, con sus conductas Jesús de Nazaret tiene una dimensión política y provoca la resistencia de todos aquellos que defienden el poder y los privilegios. Los discípulos de Jesús cuya vida responde a este mensaje necesariamente tienen que desmarcarse e ir en contra de las estructuras de poder y de injusticia, con lo que dejarán de ser personas gratas para esos poderosos.
Enfrentarse con la vida y con la predicación del Reino de Dios al reino de Roma y a sus colaboracionistas, los sacerdotes del tempo de Jerusalén, ya se sabía qué llevaba aparejado. Cuando Mateo escribió su evangelio, como ya hemos dicho en 1, Jesús había sido crucificado. Pues bien, cargar cada uno con su cruz no se refiere, en los evangelios, a un consejo útil para mejor sobrellevar la situación de los múltiples y variados sufrimientos que padecemos todos los humanos a lo largo de nuestra vida. En Mateo se alude específicamente a los sufrimientos que causa predicar el Reino de Dios, no a otros. La frase “toma tu cruz” evoca una imagen política de vergüenza, de humillación, de dolor, de rechazo social, de marginación y hasta de condena a la muerte. Según eso, las palabras de Jesús son una llamada a defender a la gente situada en los escalones más bajos de la sociedad, como los pobres, los sin papeles, los parados y los marginados de cualquier condición. Tal es el riesgo que entraña proclamar y manifestar con la propia vida el Reino de Dios, porque significa resistirse a las élites de poder y a su intimidación, a que organicen el mundo sin tener en cuenta a los millones de pobres y de desheredados que van sepultando en el camino.
Por consiguiente, el sufrimiento no tiene, en este texto evangélico, un valor por sí mismo, como ejercicio de ascesis, tal y como lo han interpretado y vivido muchos movimientos a lo largo de la historia de la Iglesia. Aquí se expresa que el seguimiento del Reino de Dios produce incomprensión, enfrentamiento, calumnias, vejaciones y hasta persecución. El sufrimiento por Cristo no está orientado al perfeccionamiento propio, sino que deriva del amor de Jesús a la gente. La concepción de Mateo no autoriza a la espiritualización de la cruz que acompaña a menudo a la interpretación ascética, que es en la que nos hemos educado los de mayor edad. La idea de llevar la cruz en el sentido de sobrellevar “pasivamente” y “soportar” la injusticia y la miseria no es evangélico. Con esta actitud, esos movimientos ascéticos han contribuido, qué duda cabe, a fortalecer el orden social existente, porque, con aguantar el sufrimiento, han movido a la conformidad con el mal y con la injusticia y a considerar esa resignación más como virtud cristiana que como pecado.
El reto más importante que plantea este texto a las Iglesias cristianas de hoy, que hablamos incesantemente del sufrimiento, es que estas Iglesias no lo padecemos –sobre todo en los países del primer mundo– porque no predicamos el Reino de Dios, cuando el sufrimiento es, según Mateo, una consecuencia necesaria de la predicación y de la forma de vida de Jesús. Seguramente, estas Iglesias miramos para otro lado ante las injusticias que abundan en nuestro mundo; por eso no son incómodas.
Conflicto entre Dios misericordioso y Dios justo juez
“Quien os recibe a vosotros, me recibe a mí”. Recibir a los discípulos misioneros es aceptar el mensaje de Jesús, escuchar (= confiar en) sus palabras, que proclaman el reinado de Dios frente al reinado de Roma y de los ricos saduceos. Hay aún otra conexión: “Quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado”. La enseñanza de Jesús revela que Dios está presente con él y a través de la misión de los discípulos. Un elemento central de la misión de los discípulos es hacer posible un encuentro con la presencia salvífica de Dios.
Pues bien, todo esto tendrá una recompensa, como dicen las últimas líneas del relato evangélico de hoy. También lo afirma el texto del Antiguo Testamento sobre la mujer que daba acogida en su casa al profeta Eliseo. Pero aquí aparece uno de los grandes problemas de comprensión de todo el evangelio: ¿cómo hay que compaginar al Dios misericordioso con el Hijo del hombre, juez universal que premia por acoger a los profetas o por dar un vaso de agua a los más necesitados?
Fidelidades en conflicto hoy
Hoy Mateo nos pondría en la misma disyuntiva que señaló entonces, porque también nosotros tenemos un conflicto de fidelidades a dos reinos: el de Dios y el de nuestra sociedad de la producción y del consumo. O somos fieles al mensaje de Jesús, condensado en las bienaventuranzas y en su práctica de acogida a pobres, enfermos, desamparados, emigrantes, hambrientos y marginados de toda clase o bien optamos por la fidelidad al mundo en el que vivimos, donde los valores económicos y los de tipo biopsíquico han convertido absolutamente todo en mercancía, y en el que unos pocos se están haciendo con las riquezas de nuestro planeta, mientras que una gran mayoría padece hambre, enfermedades y desprotección. Quizás estemos muy a gusto con que las cosas sigan como están. El saqueo sin límites de los recursos naturales, sin otro objetivo que el lucro cada vez mayor de unos pocos, nos ha dado un aviso muy serio con la pandemia del covid–19 que ahora padecemos.
Si los que nos llamamos discípulos de Jesús, decimos que queremos dar testimonio de las bienaventuranzas con nuestras vidas, pero esto no produce la oposición de aquellos a los que ese mensaje perjudica en sus intereses, quizás sea porque nuestra implicación en el mensaje de Jesús es muy escasa o hasta nula. Quizá Mateo negase tajantemente a nuestras Iglesias de Europa occidental el derecho a anunciar el «evangelio del Reino», porque apenas seguimos la dirección que él marcó ni protestamos contra los poderosos ricos de nuestro mundo para hacer visible la «justicia de Dios» y, con ella, el evangelio. Dice el dominico Schillebeeckx: “Aunque (las jerarquías eclesiásticas) con la intención se distancien de un sistema que hace a los pobres cada vez más pobres y a los ricos cada vez más ricos, están tan ligadas institucionalmente a ese sistema, que han de mantener la boca cerrada. Para poder anunciar su mensaje deben guardar silencio, con lo cual se encuentran en un círculo vicioso. Para subsistir como Iglesias se ven obligadas a silenciar las exigencias del evangelio. ¿Será que las Iglesias han olvidado que el seguimiento de Jesús puede costarles la vida?” (Dominicos)