Hoy me mueve a escribir una sensación de impotencia frente a mi país. Más de 9 mil manifestaciones en todo el territorio colombiano durante un mes de protestas; de las que, aproximadamente, 3 mil 300 de ellas han tenido actos vandálicos (según datos del gobierno central dados al CIDH). Sorprende que algunos líderes de la protestan, aunque son reconocidos desde grupos sociales, quizás no responden a la totalidad de la indignación juvenil de quienes están en las calles, o por lo menos así lo veo yo.
A lo anterior se le añade varias cosas: organizaciones misteriosas en las barricadas de Cali, como dice la fiscalía (según datos de semana); el juego mediático de no sentarse a dialogar; las muchas demandas sin sistematización; la guerra propagandística, algunas cargadas de fake news, que rueden por las redes mostrando personas armadas, muertes, desapariciones, ataques a policías, ataque a manifestantes, entre otros actos de horror y graves delitos.
Sin embargo, lo más preocupante es que alrededor de todo esto existe un sin números de retóricas que pretenden desdibujar, o, quizás con buena intención, ¡¿quién sabe?!, conceptualizar la realidad. Disculpen pero pretendo ser objetivo y en derecho se habla: “el beneficio de la duda cualquiera merece”, o, “nadie es culpable hasta que le se compruebe lo contrario”.
Mi sorpresa e impotencia es sentir que la realidad desborda mi mente, me pregunto: ¿dónde está la verdad?, pareciera que existen varias verdades. Algunos salen a disipar la evidente indignación social por la existencia de actos vandálicos, pretendiendo con teorías conspirativas, ver guerrilleros por todo lado; mientras que por otro lado, la oposición dicen que los vándalos son el gobierno que militariza y asesina. Algunos dicen que existe el derecho a la protesta y por eso salen a las calles; mientras que otros, afirman que no se puede cerrar una vía ante una ambulancia o parar al comercio o atentar el derecho a la libre locomoción de los otros. Bien decía Nietzsche: “no existen factos sino interpretaciones”, yo diría, o más bien intereses.
El discurso del gobierno insiste en: “hay vándalos y terroristas urbanos”, “detrás está la guerrilla, el comunismo internacional…” “no hay derecho a dañar el comercio”, “las causas son la pandemia, la migración venezolana, el huracán de san Andrés”, “Petro incendiario” “la izquierda está avivando lucha de clases”. Por otro lado Petro afirma: “la violencia la genera el gobierno porque le conviene” “el gobiernos es asesino” “tienen miedo al CIDH” “yo he invitado a la protesta pacífica”.
Siendo objetivos, uno se pregunta: ¿porque ambos bandos insisten en ver los desastres del enemigo político? ¿Acaso lo malo no es negativo en sí mismo venga de donde venga? ¿Por qué no somos capaces de reconocer los errores y construir un discurso des parcializado? ¿Por qué no se va al problema en sí? ¿Porque se corre a la falacia del francotirador (apuntar a cualquier lado) y la del hombre de paja (destruir al opositor)? Yo mismo me atrevo a responder: “porque todos tienen intereses, miedos y odios construidos, distorsiones cognitivas y grandes prejuicios”. ¡No nos engañarnos!, vivimos en un país con guerrilla, paramilitares, fuerzas de derecha que han atacado por décadas a la izquierda, pero también una izquierda macabra. Así nos hemos matado, pero de todo eso es que los jóvenes de hoy queremos darle la vuelta a la hoja, pero pareciera que los viejos no dejan y que no somos capaces de encontrar nuevos caminos.
Dos cosas vienen a mi mente, la obra: “1984” de George Owell, y mi experiencia vivida en Bolivia. En la primera se cuenta la historia de un gobierno totalitario que tiene en sus ministerios el deber de hacer la paz; sin embargo, lo que hace es enfocar la atención en otros países culpándolos para distraer a los ciudadanos de los problemas que vive su propio país y así nunca se solucionen y se perpetúe la guerra. Con el ministerio de la verdad aquel gobierno hacía algo parecido, mandaba por un tubo la información que se debía dar para transformar la realidad y las noticias. Esas tácticas hoy son irrisorias para una población cada vez crítica.
Frente a mi experiencia en Bolivia, por contar una historia de la izquierda, tuve la oportunidad de conocer cómo el partido de gobierno distraía las manifestaciones de la oposición convocando ellos sus propias manifestaciones, lo hacían obligando a funcionarios públicos y campesinos, que creían en el voto único de su ayllu, a concentrarse en algún lugar y mostrar multitudes que no cabían en la pantalla chica. En su discurso siempre estaba el odio yanqui, leyendo por todo lado el enemigo de la derecha, al mismo estilo de Maduro. También conocí algunos de sus trucos sucios que no valen la pena enumerar aquí.
Mi tesis es: desde que no haya un proyecto único de país, y para ello, un desarme cultural, una actitud de diálogo sincera, una actitud espiritual de perdón, de reconocer las culpas y soltar intereses, no habrá paz. De lo contrario nos pasaremos toda la vida en esos ires y venires, gustosos de efervescencias políticas e incólumes al cambio y al otro, dando vueltas en los problemas, sin atacar las causas y posibilitar los cambios. Bien decía Freud, para no cambiar, el inconsciente busca resistencias o mecanismos de defensas en las que pareciera hallar placer en el sufrimiento.
Pannikar en su libro, paz y desarme cultural, invita a una nueva actitud para la paz, si occidente quiere encontrar la paz, deberá romper los muros del yo, las falacias de las fronteras culturales, los fantasmas de enemigos y de ideologías que nos llevan a armarnos, la soberbia, la omnipotencia y el obsesivo culto a mamona.
Santiago Guzman Pizarro M.X.Y.
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